martes, 27 de marzo de 2012

“Los movimientos populares deben ser el embrión del poder popular”, Boltxe entrevista a Iñaki Gil de San Vicente


No hace falta hablar sobre la figura de Iñaki Gil de San Vicente y las aportaciones que viene haciendo desde hace años al marxismo vasco. Iñaki ha estado en Bilbo en el marco de las jornadas de debate organizadas por IPES y en Boltxe hemos aprovechado para hablar con el y plantearle algunas cuestiones.
Planteas la recuperación del termino «pueblo trabajador». Nos puedes comentar por qué esa necesidad?
El término de «pueblo trabajador» aparece muy pronto en la historia de la lucha socialista, y su uso se amplía conforme la lucha de clases va tomando contenido y forma de lucha de liberación nacional anticolonial y antiimperialista. Como se ve, hablo de contenido y de forma, no de sólo de forma. Es cierto que una lectura mecanicista del Manifiesto del Partido Comunista, escrito por Marx y Engels en 1848, parece avalar la tesis de que la lucha de clases tiene exclusiva y únicamente un contenido internacional en todos los países, siendo sólo su forma la que muestra su especificidad nacional. Sin embargo una lectura dialéctica y por tanto contextualizada de esta obra, muestra que, primero, las interrelaciones entre contenido y forma, entre lo social y lo nacional, en las luchas concretas que se libraban en cada país por aquellos años son mucho más complejas y estrechas; segundo, el Manifiesto habla explícitamente de otro modelo de nación diferente al burgués; tercero, el marxismo es una teoría que se enriquece con el tiempo, y en este sentido decisivo, que el doctrinarismo dogmático desprecia, conviene leer la presentación de la edición italiana de 1893, en donde Engels dice que: «Sin la restauración de la independencia y de la unidad de cada nación, no hubiese podido llevarse a cabo la unificación internacional del proletariado…»; y, cuarto, la evolución posterior del marxismo ha ido resaltando la fusión dialéctica entre lo nacional y lo social, y de manera explícita en lo teórico desde 1920-1921.
Me he detenido en este enriquecimiento porque muestra que el contenido de liberación nacional de la lucha de clases surge del contenido de opresión nacional del imperialismo. En la medida en la que el capital multiplica la explotación y la mercantilización del mundo para intentar aumentar su tasa medida de beneficios, en esa medida debe aplastar a las «naciones trabajadoras», tal como las denomina Marx, a los «pueblos trabajadores» tal cual aparece en los documentos de la Internacional Comunista. Conforme aumenta la explotación aumentan los colectivos humanos explotados directamente mediante el trabajo asalariado, o indirectamente con formas no asalariadas, o a tiempo parcial, etc. La complejización productiva y la multidivisión del proceso económico no responden sólo a la ciega necesidad de aumentar la producción, sino también a la de fraccionar a la clase obrera y a la de aumentar lo que han denominado muy correctamente como «proletario global explotable».
Pero es una explotación total, es decir, que va más allá de la fuerza física de trabajo para cebarse en la psicosomática, en la sexo-económica, en la afectivo-emocional, en la cultural e identitaria, sentimientos todos estos que son mercantilizados para venderse en el mercado mundial tras pasar por la industria de la culturilla de masas alienadas y en su rama educativa, o en la industria sexual del sistema patriarco-burgués en su forma más salvaje de prostitución o en su menos salvaje del mercado matrimonial, o en su industria turística, por citar unos pocos ejemplos. Para las naciones oprimidas esta modalidad de explotación total que siempre ha existido en el capitalismo y que ahora es ya abrumadoramente masiva, es especialmente atroz al ser pueblos indefensos en extremo frente a la férrea dictadura de la valoración del capital, que no se detiene ante nada ni ante nadie.
Dado que es todo el proletariado global explotable de un pueblo el que cae bajo las garras del capital, por eso mismo se explica que las resistencias superen al marco del clásico proletariado industrial o de servicios para extenderse a crecientes sectores del pueblo en su conjunto. Las crisis socioeconómicas azuzan esa tendencia porque las naciones oprimidas sufren una doble explotación, la directamente económica pero también la del Estado ocupante, una dialéctica perversa que en el caso de la mujer se expresa en la triple explotación al sumársele la de sexo-género, la primera históricamente hablando.
Nos encontramos, así, frente a una compleja realidad en la que podemos entrever como mínimo tres grandes espacios que se contienen de mayor a menor, como tres aros concéntricos para decirlo de algún modo. En el más externo e impreciso, pero el mayor cuantitativamente, tenemos las amplias masas explotadas, formado por toda serie de grupos sociales que sufren explotación económica, opresión política, dominación cultural, injusticias, coacciones diversas, etcétera. En el intermedio tenemos al pueblo trabajador en cuanto tal, en donde encontramos a las múltiples fracciones y sectores que se extienden entre las «clases medias», la vieja y nueva pequeña burguesía, otras franjas denominadas autoexplotados, etcétera. Y en el centro está la clase trabajadora tal cual se materializa en ese momento preciso. No hace falta decir que son muy difusos las fronteras y límites que separan a los tres espacios, dándose mezclas y fusiones, cambios, deslizamientos y desplazamientos de uno a otro.
En las naciones oprimidas, como en las no oprimidas, el componente decisivo es el último, el proletariado, pero el intermedio adquiere una importancia cualitativa superior al que tiene en los pueblos no oprimidos. La razón no es otra que el peso específico del sentimiento nacional en la «nación trabajadora» negada en sus derechos como pueblo. El Marx de 1843, hablando sobre el orgullo y la vergüenza nacionales, dijo que si una nación entera se avergonzara realmente, sería como un león replegándose para saltar. La experiencia histórica ha mostrado que la conciencia avergonzada de pueblo vejado y despreciado se expresa en amplias franjas sociales, de la «nación entera» en el lenguaje de 1843, y que el proletariado debe constituirse en la fuerza dirigente de esas masas directamente relacionadas con él porque son también explotadas, oprimidas y dominadas.
La explotación económica directa o indirecta juega aquí un papel clave, aunque no exista una directa explotación asalariada. La pequeña burguesía que no sufre explotación económica sino que es ella la explotadora, sufre sin embargo una específica opresión y dominación nacional, cultural y política, pero a la vez, necesita de la explotación del Estado ocupante para garantizar los beneficios económicos que obtiene con la explotación que realiza, que es lo decisivo. Esta contradicción irresoluble explica las ambigüedades de esta clase, su egoísmo y sus dudas, y su propensión a optar de algún modo por el Estado ocupante que le garantiza su forma de vida. Las lecciones históricas son concluyentes en este sentido, y la experiencia vasca así lo confirma, incluso en los dramáticos años de 1936-1937, en donde la mayoría pequeño burguesa de Hego Euskal Herria dudó y se escindió en varias tendencias enfrentadas.
Y es que donde existe propiedad privada de fuerzas productivas que permitan y exijan una explotación de fuerza de trabajo social, es muy difícil que surja una conciencia nacional enfrentada al capitalismo y a su Estado. Sí es verdad que existen los «traidores a su clase» en la pequeña burguesía e incluso en algunos burgueses, pero son milagros misteriosos de la conciencia humana libre. La experiencia vasca también se inscribe dentro de la mundial: basta ver cómo la pequeña y mediana patronal vasca ha aplaudido con las orejas las brutales medidas antiobreras y antipopulares del Estado español, medidas que venía exigiendo desde hace tiempo. Otra cosa es que esta pequeña patronal se atreva a aplicarlas masiva y salvajemente debido a la fuerza del movimiento obrero vasco.
Otra cosa son las denominadas «clases medias» que el Engels de 1845 calificó de egoístas y acaparadoras del sentimiento nacional en abstracto. Los factores ideológicos tienden a compensar en esas «clases» o franjas sociales intermedias su ausencia de propiedad privada de fuerzas productivas, o la muy limitada propiedad que les impide explotar económicamente y «ascender» a nueva pequeña burguesía. Por su egoísmo tienden a girar en los momentos críticos hacia el paraguas protector del Estado o de un poder delegado de este, como el autonómico y regionalista.
Pese a todas estas dificultades, la clase obrera de la nación oprimida, o la clase campesina, ha de esforzarse en integrar a estas fracciones, y para ello el mejor sistema es el de potenciar el papel del pueblo trabajador como medio de conexión entre las más amplias franjas y el proletariado. Por muchas razones, fundamentalmente económicas e ideológica, sectores amplios de las masas no se identifican directamente ni quieren hacerlo con la clase trabajadora. Empezar a sentirse parte del pueblo explotado, de la «nación trabajadora» es el primer y fundamental paso para el acercamiento y la posterior asunción de los valores democrático-socialistas defendidos por la clase obrera.
Aquí aparece una cuestión a la que tendremos que volver en la pregunta sobre la cuarta huelga general. Me refiero a las relaciones entre el pueblo trabajador y los movimientos populares, la lucha feminista y la juventud. Estas fuerzas decisivas para entender la realidad de la explotación capitalista actual son puentes claves para las conexiones del pueblo trabajador con los sectores de las llamadas «clases medias», y de la pequeña burguesía. Y es que no podemos hablar de pueblo trabajador sin tener en cuenta sus partes internas sometidas a una explotación compleja pero activa en todas las realidades de la vida. Las mujeres explotadas forman más de la mitad del pueblo, y con su triple o cuádruple trabajo llegan a una amplia mayoría del pueblo. La juventud es el futuro pero también es el presente machacado, y los movimientos populares expresan las resistencias a todas las formas de explotación.
Introducir estas realidades en la definición de pueblo trabajador nos permite valorar en su justo alcance el papel de la conciencia nacional de clase y antipatriarcal en la lucha de liberación. Una visión restringida y economicista de la clase obrera, por el contrario, no puede captar estos contenidos básicos, contenidos de conciencia y de identidad, que si bien son contradictorios y pueden estar debilitados en determinados períodos tienden a reaparecer. Por ejemplo, todas las franjas sociales explotadas de un modo u otro, desde mujeres hasta la tercera edad, pasando por la juventud y por los muchos movimientos populares y sociales, tienen mucho que decir y que hacer cara a la cuarta huelga general que vamos a realizar este 29 de marzo. Y tienen mucho que hacer y decir después de la huelga, cuando la lucha nacional de clase sea consciente que ha dado un paso más desde 2009, y que, pese a ello las tareas por resolver son ingentes porque el capitalismo está furioso y lanzado a muerte contra la nación trabajadora vasca.
De cualquier modo, hay que precisar que esta explicación sobre el por qué del uso del concepto de «pueblo trabajador» se mueve en el plano del análisis histórico-genético, concreto y específico de cada formación económico-social, lo que nos obliga siempre a conectar este momento del análisis espaciotemporal con el momento genético-estructural, el de la síntesis mundial del choque a muerte entre el capital y el trabajo. Ambos momentos del método dialéctico deben fusionarse en la praxis porque sólo así entenderemos la lucha de clases mundial y el contenido de liberación nacional de clase de muchas de esas luchas.
Has planteado que el socialismo es una sociedad ya sin Estado, opresión nacional, patriarcado… Pero ¿eso no es ya el comunismo?
Lo primero que debemos superar es la visión gradualista de la historia, la que niega los saltos revolucionarios y sólo ve el avance cuantitativo, lineal y pacífico. En su crítica a Hegel de 1843 Marx sostiene que: «La categoría de transición paulatina es primero históricamente falsa y segundo no explica nada». Una interpretación no dialéctica de las fases de transición sobreestima la «transición paulatina» cuantitativa y acumulativa, sobre los saltos cualitativos, revolucionarios, que se dan en todo proceso, hasta hacer surgir otro nuevo de las entrañas del viejo. Hemos recurrido a una cita tan temprana de Marx para mostrar que la visión de revolucionaria de la historia es consustancial a la teoría de la transición al comunismo.
Lo segundo que debemos comentar es que la primera generación de marxistas, es decir, Marx y Engels, apenas pudo y quiso decir algo concreto sobre la transición revolucionaria del capitalismo al comunismo mediante el período socialista. Y no lo dijo porque el marxismo no es una utopía, no quiere ni puede adelantar situaciones futuras sobre las que no existen todavía experiencias prácticas que aseguren una mínima síntesis teórica. Ahora bien, sí adelantaron lo que podían adelantar, que era lo decisivo, ya que para entonces sí conocían las contradicciones irreconciliables del capitalismo.
La Crítica del Programa de Gotha, escrita por Marx en la primavera de 1875 es la mejor obra al respecto, que debemos estudiar en profundidad. Conviene recordar que este fundamental texto polémico fue silenciado por la burocracia socialdemócrata hasta 1891cuando fue editado en una reducida tirada que pasó desapercibida hasta que una copia cayó en manos de Lenin que nos avisa que en este texto Marx define como «primera fase» del comunismo lo que generalmente se entiende como «socialismo» «en el sentido corriente de la palabra», tal como nos lo advierte Lenin en su clásica e imprescindible obra El Estado y la revolución, de 1917.
Una cosa que ya tenían clara para entonces Marx y Engels es que la fase de transición del capitalismo al comunismo es la de la «dictadura revolucionaria del proletariado». Toda la fase de transición al comunismo depende de la efectividad de la dictadura revolucionaria del proletariado, que será tanto más suave como dictadura y más amplia y masiva como democracia socialista en la medida en que la clase obrera multiplique su fuerza sociopolítica, su legitimidad y hegemonía. Desde esta crucial perspectiva, el tránsito revolucionario al comunismo se realiza mediante dos fases históricas, la primera o «socialista» y la segunda, la «fase superior» del comunismo, o comunismo pleno. Durante este tránsito, el Estado va extinguiéndose en la medida en que van desapareciendo las clases sociales y va apagándose la economía capitalista una vez liquidada la propiedad privada.
Lenin dedica el capítulo V de su obra a las bases económicas de la extinción del Estado, resumiendo la Crítica del Programa de Gotha de Marx. En la primera fase subsisten partes del derecho burgués y el Estado, que ya no es un Estado clásico, burgués, sino cualitativamente diferente, un Estado proletario o semi-proletario, un «Estado en transición, no es ya un Estado en el sentido estricto de la palabra», incluso un «Estado burgués ¡sin burguesía!», un «Estado de los obreros armados», etc. Pero en ninguna parte de su libro sobre el Estado Lenin usa la expresión “Estado socialista”, como tampoco lo había hecho Marx en su Crítica… No es casualidad. Como veremos después con más detalle, pensamos con conceptos, y cuando nos los usamos en absoluto es porque en ese pensamiento no están presentes las relaciones teóricas sustantivas que los conceptos sintetizan y conectan lógicamente.
Pero el debate sobre la transición al comunismo no había hecho más que comenzar porque la experiencia teórica estaba limitada en dos cuestiones decisivas: una, la relativamente limitada experiencia práctica, ceñida casi en su totalidad a la experiencia de la Comuna de 1871 y a los pocos meses revolucionarios que transcurrieron entre octubre de 1917 y diciembre de 1918, fecha en la que Lenin introduce una parte nueva en el segundo capítulo de su libro, redactado en su mayor parte en agosto y septiembre de 1917, antes de la revolución. Debemos conocer estas fechas porque el materialismo marxista nos exige ubicar la base material concreta de la que emerge luego la síntesis teórica. Y cuando descubrimos que esa base material es relativamente limitada comprendemos que la teoría no podía adelantarse mucho, so pena de degenerar en pobre utopía, riesgo que Lenin denuncia varias veces.
La otra dificultad provenía de la muy reducida publicación de textos marxistas decisivos para entender toda la problemática de la transición en su sentido crudo, es decir, la superación del fetichismo de la mercancía y de la ley del valor-trabajo como pasos imprescindibles para asentar el comunismo. Marx escribió sobre estas decisivas cuestiones sólo para dar forma al contenido de su pensamiento, dejándolas en borradores que serían conocidos con mucho retraso. Por ejemplo, eran desconocidas para la decisiva «vieja guardia» bolchevique, la generación heroica que se había formado en la clandestinidad, en las barricadas y en la guerrilla, en las cárceles y en el destierro. También eran desconocidas para el resto de la «segunda generación» de marxistas.
Lenin mismo apenas hace alguna referencia a la alienación y dudo que haga alguna seria al fetichismo de la mercancía. Lenin estudió con rigor El Capital y otras obras publicadas, y aunque en El Capital aparece seis veces el concepto de alienación, y tiene un capítulo fundamental sobre el fetichismo, hay que decir que esta problemática apenas está presente en su obra. Sus grandes aportaciones posteriores sobre la burocratización del Estado, sobre la opresión nacional, sobre el cooperativismo, sobre el control democrático, sobre la moral y la ética y sobre la cultura, etc., es decir, lo que acertadamente se denomina como «el último combate» de Lenin, que deben incluirse en la teoría de la transición al comunismo como enriquecimientos imprescindibles, fueron silenciadas o tergiversadas por la burocracia triunfante.
Por ejemplo, el debate sobre la teoría de la «acumulación socialista originaria», sobre la ley del valor-trabajo y el papel de la mercancía en el tránsito al comunismo, el papel de la vida cotidiana y los efectos del alcoholismo y de la religión en el socialismo, el aumento del autoritarismo jerárquico en la escuela y en el ejército, el retroceso de las libertades sexuales y de las mujeres, el problema del arte y de la división entre el trabajo manual y el intelectual, estas y otras reflexiones urgentes fueron cortadas de raíz. Los debates posteriores sobre si existía o no alienación en el socialismo, y qué clase de alienación podría existir y cómo superarla, estas y otras reflexiones que ahora son partes elementales de la teoría de la transición del capitalismo al comunismo, fueron arrinconadas o prohibidas.
Como consecuencia de lo visto, la teoría de la transición sufrió un retroceso mecanicista y economicista inseparable al anquilosamiento del materialismo histórico. Desgraciadamente, el enriquecimiento teórico que se produjo desde la mitad de la década de 1960 fue muy reducido en su alcance. Así, las aportaciones sobre las leyes específicas de los períodos de transición entre dos modos de producción sólo fueron debatidas por pequeños grupos mientras que la mayoría inmensa de las izquierdas seguían apegadas a los dos textos vistos, necesarios siempre y que aclaran las cuestiones esenciales, pero que necesitan el apoyo de otras aportaciones posteriores.
La implosión de la URSS y de su bloque, el giro al capitalismo de China Popular, la evolución de Cuba y de otros Estados erróneamente llamados «socialistas», han actualizado estas consideraciones que también se han vuelto más candentes debido a los efectos de la financiarización del capitalismo y al panorama de extrema tensión abierto por la prolongada crisis actual del sistema imperialista. Las obras de Marx y Lenin siguen siendo referenciales e imprescindibles, siendo ahora más actuales que nunca antes, pero nosotros tenemos la responsabilidad de aprender su método, aplicarlo en nuestras condiciones y acelerar la instauración del comunismo.
Quiere esto decir, que la fase primera de transición, o sea el socialismo, debe caracterizarse por una muy profunda revalorización del papel de la conciencia revolucionaria expresa en todas las formas posibles, y que mientras no se vayan superando las viejas cadenas alienadoras y fetichizantes que atan el cerebro de los vivos a la oscura irracionalidad del pasado, mientras esto no se logre, no podremos ni siquiera pensar en que nos acercamos a la primera fase del comunismo, al socialismo.
¿Para llegar al socialismo planteas que es necesario estar organizado, ¿qué tipo de organización? ¿Cuáles son las tareas que debe realizar?
Organizarse es una necesidad objetiva, imprescindible, toda la historia de la lucha revolucionaria así lo confirma. Pero lo primero que debemos decir es que no se trata de que el proletariado construya su organización como calco y copia exacta de la del capital, pero a la inversa. Esto es un error garrafal por dos razones: una, porque la posición de clase explotada y carente de recursos de todo tipo obliga al proletariado a organizarse de forma radicalmente diferente a la burguesa, y, otra, porque además la organización obrera y popular ha de tener otro objetivo que siempre ha sido consustancial al socialismo pero que se ha vuelto urgente tras las lecciones aprendidas a raíz de la implosión de la URSS y de su bloque, y de las evoluciones de China Popular, etcétera, y me refiero a la lucha teórica contra la alienación, contra la ideología burguesa que tiende a recuperarse a pesar de las derrotas que pueda sufrir el capital.
La clase trabajadora ha de dotarse de cuantas organizaciones necesite para vencer a la burguesía, y en un contexto de opresión nacional ha de hacerlo para la conquista de la independencia. Han de ser organizaciones diferentes, adecuadas a las opresiones que deben combatir. No es lo mismo una organización de barrio para recuperar espacios verdes y populares, reducir el tráfico y la contaminación en general, aumentar el alumbrado, etcétera, que una organización de toda la juventud que lucha contra el poder adulto burgués y contra su Estado, por no hablar de las formas organizativas del sindicalismo o de los movimientos populares en todas sus gamas, del mismo modo que la acción político-electoral de masas e institucional ha de organizarse de una forma apropiada a su fines que no son los mismos que los fines de una organización revolucionaria que tiene como objetivo impulsar la toma del poder político para destruir el Estado opresor y crear un Estado obrero y popular cualitativamente diferente. Y al tener los fines de la toma del poder por medios revolucionarios, la organización política ha de ser revolucionaria y ha de organizarse de manera diferente a las anteriores.
Se ha sostenido que la teoría de la organización de vanguardia fue una «invención» de Lenin, que ni Marx y Engels no pensaron en ese modelo organizativo. Es falso, es ignorancia. Marx y Engels pertenecían a la Liga de los Comunistas, ilegal y perseguida en muchos Estados, que era un embrión nítido de lo que sería luego el partido bolchevique. En 1850 ambos amigos demostraron que el proletariado necesitaba organizarse políticamente de forma mixta: pública y secreta, abierta y clandestina, y argumentaron que esa organización secreta también tenía que ser armada. Todas las fuerzas reformistas duras o blandas, y muchas incluso de izquierdas, han intentado desautorizar o reducir prácticamente a la nada esta teoría marxista, aduciendo que luego ambos revolucionarios la abandonaron. Pero siempre mantuvieron relaciones políticas semiclandestinas o clandestinas con antiguos compañeros de la Liga de los Comunistas y con otros muchos grupos organizados de forma clandestina o alegal, semisecreta, y siempre admiraron la coherencia organizativa y vital de Blanqui, aunque discrepaban de su desprecio de la lucha de masas. Más aún, varias veces reconocen en su correspondencia que formaban una especie de grupo, de miniorganización, que defendía las ideas revolucionarias dentro de las grandes organizaciones abiertas, legales y hasta electoralistas.
O sea, en la decisiva práctica cotidiana, ambos revolucionarios apenas dejaron de estar integrados de algún modo con formas organizativas específicas, más o menos pequeñas pero muy conscientes y muy preparadas teóricamente. Formas organizativas que las policías intentaban desmantelar o neutralizar, para lo cual no dudaban en infiltrar policías en la misma casa de la familia Marx. Por su parte, Engels mantenía relaciones con la resistencia armada irlandesa en Inglaterra, lo que le obligaba a actuar con mucha cautela. Gracias a la seriedad organizativa, pudieron, por ejemplo, ayudar muy eficazmente pasando de manera clandestina pasaportes británicos a París salvando la vida de revolucionarios que iban a ser fusilados en 1871. Sin una organización segura, eficiente y preparada, lo que requiere tiempo y teoría, nunca lo hubieran logrado, del mismo modo que tampoco hubieran podido extraer de Berlín información muy confidencial e importante y pasarla a los revolucionarios parisinos.
Estos y otros ejemplos muestran que Marx y Engels nunca negaron el papel de la organización, y siempre exigieron que los miembros de estas tuvieran espíritu crítico y autocrítico, que no fueran sumidos a los dirigentes, que no idolatraran la autoridad interna. Comprendieron en 1850 que la burguesía había superado la crisis de 1848-1849 y que las luchas tenderían a la baja, siendo más fácilmente integradas por la burguesía hasta que no estallase otra crisis económica y política que recuperara la conciencia de las masas. Y se dedicaron con férrea determinación militante, sistemática y muy exigente, al estudio del capitalismo, a la elaboración teórica y a la difusión lo más masiva y pedagógica de sus descubrimientos teóricos y tesis políticas entre las clases explotadas. Con esto adelantaban una de las supuestas «invenciones» de Lenin: uno de los objetivos de la organización revolucionaria es la de mantener viva y actualizada la teoría marxista sobre todo en los momentos de «paz social», de «normalidad», cuando parece que ha vencido el capitalismo y que hasta ha «desaparecido la lucha de clases», porque tarde o temprano, aunque inevitablemente, volverán a estallar crisis socioeconómicas y políticas, crisis que facilitarán la recuperación de la lucha de clases. En esos momentos, incluso antes, la organización revolucionaria tiene que tener ya preparada a su militancia para que sea la primera en dar respuestas, en explicar el por qué de las crisis y sus responsables y en proponer soluciones, en suma, una militancia que vaya en la práctica un poco por delante del nivel medio de conciencia de las masas explotadas, y que vaya también algo más adelante que estas en el nivel de formación teórica y perspectiva histórico-política, o sea, que sea en verdad una vanguardia que ilumina el presente y el futuro.
Las diferentes distancias de las masas que debe mantener la militancia no quieren decir que esté «fuera» de estas. Otra de las deliberadas tergiversaciones que se hacen de Lenin es esta precisamente, el sostener que la organización de vanguardia ha de actuar al margen, por encima y desde el exterior a las masas. Lenin ni ningún marxista han dicho esto nunca, siempre han mantenido que la lucha de clases es una totalidad en la que la militancia ha de actuar inserta como «el pez en el agua», al decir de Mao, viviendo con y entre las clases explotadas, pero sabiendo aplicar las tácticas adecuadas a casa situación, no confundiéndolas ni mezclándolas, y sabiendo que el mejor método concienciador es la pedagogía del ejemplo práctico, al decir del Che. La militancia ha de saber que no puede aplicar la misma intensidad y exigir el mismo esfuerzo a una asamblea de barrio, de fábrica, etcétera, en la que participan muchos sectores con grandes desniveles internos, que a un colectivo de lucha cultural progresista, a una asociación por los derechos humanos, a un grupo de trabajadores sindicados que quieren ser admitidos en la organización revolucionaria, y un largo etcétera.
Marx y Engels eran muy conscientes de los desniveles entre las masas explotadas y por eso simultaneaban varios métodos de concienciación y de enseñanza para facilitar la rápida difusión del socialismo. Unas veces escribían textos muy sencillos y cortos; otras, brillantes análisis coyunturales de fácil comprensión y difusión; no faltaba una extensa correspondencia epistolar con muchos grupos y personas que facilitaba la difusión de sus ideas, sin olvidarnos de los densos, largos y rigurosos textos de la crítica teórica del capital, e intentaban que incluso estos imprescindibles estudios pudieran ser asimilados por las masas aunque reconocían las dificultades. La burguesía europea temía esta multiplicidad de métodos y hacía lo imposible por impedirlo, como era estorbando lo más posible las ediciones de El Capital.
La teoría bolchevique de la organización llevó todas estas lecciones previas a un grado superior debido tanto a las condiciones represivas en Rusia como a su complejidad interna, el hecho de que conviviera un pequeño núcleo proletario muy modernizado en medio de una enorme masa campesina que justo acababa de salir de la servidumbre, pero que todavía estaba minada por el analfabetismo, todo ello en un impresionante mosaico de naciones y pueblos oprimidos, de culturas muy diferenciadas en su grado de evolución, religión y creencias, etcétera.
Y sobre todo terminó de dar coherencia ética a una realidad que se iba viendo en la experiencia europea en general, pero que en las condiciones rusas adquiría una gravedad decisiva: sin una relación permanente y directa con las organizaciones revolucionarias que aportaban una teoría política precisa, las masas explotadas, abandonadas a su situación, no podían apenas superar el nivel de la mera conciencia reformista, de la lucha por la reforma salarial y por algún derecho elemental y básico, pero nada más. Es cierto que sectores muy concretos de las clases explotadas pueden avanzar a una teoría política que demuestre la necesidad de orientar todas las luchas concretas hacia la toma del poder, hacia la destrucción del Estado burgués y la creación del Estado obrero. Pero la historia muestra que estos grupos son reducidos, y que la mayoría de las clases explotadas pueden dar una gran batalla espontánea, dura incluso, pero que más temprano que tarde esa espontaneidad se diluye en la pasividad y hasta en el derrotismo.
La teoría bolchevique de la organización retoma aquí la experiencia anterior y demuestra que la vanguardia comunista debe aportar una teoría política revolucionaria que se ha formado como teoría política, «fuera» de la limitada conciencia economicista, reformista y espontaneísta de las masas, pero a la vez, dialécticamente, «dentro» de la totalidad del movimiento obrero y popular. Se está «fuera» de la ideología economicista porque ésta es superada, criticada por la teoría política que demuestra que la lucha obrera y popular ha de superar el restringido marco de la fábrica para dirigirse decididamente a la toma del poder político. Está, por ello, «fuera» de la conciencia espontánea de las masas, pero a la vez, por cuanto es una visión teórica profunda, está «dentro» del movimiento obrero y popular en su conjunto.
La vulgar crítica a Lenin en el sentido de que despreciaba a las masas, de que defendía una élite dirigista exterior, una especie de nuevos Iluminati, esta crítica simplemente ignora o tergiversa la dialéctica de la totalidad capitalista y de sus partes internas. La teoría de la organización revolucionaria se sustenta precisamente en esta dialéctica que le permite intervenir de los diversos niveles desiguales de conciencia y de lucha, aportando una visión combinada de la lucha socialista. Esta precisión es básica para comprender la necesidad de la organización como fuerza práctica y teórica interna al pueblo trabajador, incrustada en sus entrañas pero que desde ese interior realiza una aportación decisiva que supera las limitaciones reformistas y economicistas, o a lo sumo espontáneas, de las masas explotadas.
En las naciones oprimidas, como la vasca, la necesidad de la organización se refuerza porque el Estado ocupante añade un componente específico que no existe en un pueblo libre: la negación de la identidad nacional y la imposición de otra diferente. Semejante realidad cotidiana hace que el denominado «factor subjetivo» adquiera una importancia cualitativamente diferente, lo que a su vez repercute en la teoría y en la práctica de la organización revolucionaria. En un pueblo oprimido nacionalmente, el Estado ocupante interviene con todos los recursos disponibles, de forma abierta u oculta, y también abierta y oculta a la vez, en todo momento. La organización revolucionaria ha de ser consciente de esta permanente opresión estatal, múltiple, variada y polifacética, pero interrelacionada y centralizada por el Estado ocupante, no sólo por la burguesía autóctona.
Por último, lo anterior nos conduce a una cuestión urgente ante la que las organizaciones, las que fueran, deben redoblar sus esfuerzos. Hablamos de la lucha sistemática e implacable contra el universo compuesto por la alienación, la reificación y el fetichismo, que no podemos exponer ahora en detalle, pero que es uno de los más demoledores medios de desintegración de la conciencia humana para rebajarla al rango de pasividad sumisa y súbdita. La lucha contra la alienación no puede ser dejada sólo en manos de la lucha cultural, política, económica, etcétera, que son necesarias en sí mismas. La experiencia muestra que cada vez más la alienación crece impulsada por el Estado burgués, además de por las causas endógenas inherentes al capitalismo. Y cuanto el Estado interviene, las clases explotas y las naciones oprimidas deben perfeccionar al máximo sus sistemas organizativos, diversificarlos y ramificarlos, extenderlos por la sociedad entera. Si siempre la lucha contra la alienación ha necesitado de la praxis colectiva organizada, ahora, en el capitalismo actual, tal necesidad es imperiosa, urgente y decisiva, por lo que la teoría de la organización de vanguardia ha de asumir como vital este nuevo campo de batalla.
Hablando de Euskal Herria, hablas de «fases», esas fases son unas etapas definidas?
La tesis de las fases revolucionarias es muy peligrosa si no se interpreta dialécticamente, es decir, si no dejamos claro que se trata de un proceso revolucionario permanente, que sin embargo sufre avances y retrocesos, detenciones y derrotas. Ya hemos hablado de este tema en la respuesta a la pregunta anterior sobre el comunismo, pero ahora vuelvo sobre lo mismo en el plano específico de Euskal Herria porque además preguntáis si esas fases son «etapas definidas». Las fase en un proceso nunca puede ser «etapas definidas» si no es a grandes rasgos, en un primer momento, y si no somos capaces de descubrir el surgimiento de lo nuevo, que marca el salto a otra fase. En la lucha de liberación nacional de clase y antipatriarcal, como la nuestra, el punto crítico que delimita el salto de una fase a otra es la cuestión del poder: ¿hemos aumentado el poder del pueblo en temas concretos y factibles mediante el ascenso de la fase anterior a la nueva, o no, o incluso hemos retrocedido, hemos perdido poder popular?
Desde una perspectiva reformista puede creerse que el punto central que define el salto de una fase a otra es la acumulación cuantitativa de votos y de representatividad parlamentaria. Pero, como siempre, el reformismo se equivoca porque el sistema capitalista es perfectamente capaz de anular o integrar el aumento cuantitativo en votos y la acción parlamentarista si ambos no están insertos en una política general destinada a aumentar el poder popular en la práctica, en la calle, en las fábricas, ayuntamientos, escuelas… Tengamos en cuenta que el sistema parlamentario electoralista es una invención de la democracia burguesa. Es verdad que el capital ha tenido que ceder al pueblo derechos democráticos elementales debido a las luchas de éste, y nunca por voluntad burguesa, y es verdad que la democracia capitalista abre más posibilidades de acción política que las dictaduras, pero siendo esto cierto, también lo es que la clase dominante ha desarrollado otros instrumentos propios, exclusivos de ella, que anulan los derechos que no ha tenido más remedio que conceder, de modo que sigue haciendo lo que le da la gana en las cuestiones decisivas para ella.
Desde una política revolucionaria lo que define el paso de una fase a otra es la ampliación del poder popular en el área concreta de que hablemos, tanto en una asamblea vecinal, en una escuela, en una fábrica o en la sociedad en su conjunto. Nunca debemos olvidar la dinámica que engarza como fases de un proceso al contrapoder con el poder popular pasando por el doble poder. Esta dinámica que vive en cada lucha contra una opresión particular por desapercibida que pase, sea opresión a nivel intrafamiliar y cotidiano, u opresión ya sobre el pueblo entero, pasando por todas las intermedias. Hemos hablado varias veces sobre qué es el contrapoder, el doble poder y el poder popular, y ahora no vamos a repetirnos.
Por tanto, definimos las fases en la lucha de liberación como los períodos que van entre avance cualitativo en el aumento del poder práctico del independentismo socialista. Sabemos que durante tiempo tendremos que malvivir dentro de la dominación franco-española y bajo la explotación capitalista, pero también sabemos que dentro de esta realidad podemos y debemos ir construyendo pequeños islotes de contrapoder popular, de movimientos, de autoorganizaciones relativamente asentadas que no actúen sólo a la defensiva sino a la ofensiva, que además de detener y hacer retroceder planes concretos de la burguesía también y sobre todo logre avances democrático-radicales que actúen a su vez como detonantes de otras luchas más atrevidas, extensas e intensas.
Son fases, por ejemplo, las que se mantienen mediante las luchas municipales y forales allí donde el independentismo tiene fuerza suficiente como para imponer programas insertos en la perspectiva de construcción nacional. Pero estas fases dependen de los ciclos electorales impuestos por el Estado español y francés, lo que indica que al acabarse podemos perder esas conquistas, o sea, que como en todo son fases reversibles, abiertas a la posibilidad de la derrota y del retroceso.
Pero hay fases más amplias y prolongadas, las que dependen de grandes avances cualitativos en los derechos y libertades de la nación vasca en general, y de la «nación trabajadora» vasca en concreto. Por ejemplo, un avance que debiera seguir al de las instituciones «menores» e «intermedias», a los ayuntamientos y diputaciones, es el de las instituciones «mayores» como el gobierno vasco, y sobre todo del poder institucional imprescindible: el Estado independiente. Son fases que, como todas, se irían conquistando en la medida en que avancemos en la posesión de los poderes que esas instituciones tienen. Pero son por eso mismo fases y poderes muy inestables e inseguros ya que, en última instancia, corresponden a instituciones dependientes de los Estados opresores e integrados en su orden material y simbólico, es decir, que componentes de la estructura de opresión nacional.
Los verdaderos avances cualitativos deben medirse por el aumento del poder independiente del pueblo trabajador vasco, es decir, son los saltos en las fases de constitución de la «nación trabajadora» vasca que también ha de recurrir a las instituciones burguesas y extranjeras, pero usándolas en su provecho y no dejándose absorber por ellas. Por ejemplo, las fases de construcción del poder popular que se autoorganice fuera de las instituciones oficiales que se vayan conquistando como garantía externa e irreductible, y que más adelante exista sobre todo fuera del Estado vasco como instrumento, arma y garantía del pueblo trabajador para impedir la tendencia objetiva a su degeneración burocrática.
En realidad, no existe ningún avance cualitativo irreversible, ni siquiera el de la independencia nacional con un fuerte contenido socialista es irreversible porque todo lo social está sujeto al desenlace de la permanente lucha de clases, al menos hasta que estas desaparezcan además de en su realidad material sobre todo y fundamentalmente en el componente irracional de la estructura psíquica humana. Debemos tener esta certidumbre para no reproducir los garrafales errores del determinismo mecanicista, que han llevado a muchos pueblos a dormirse en los laureles de lo ya conquistado, creyéndose definitivamente a salvo del monstruo capitalista.
Igualmente al hablar de Euskal Herria hablas de la necesidad de la Revolución Democrática Nacional. ¿Nos lo puedes precisar?
Yo no hablo de una Revolución Democrático Nacional, yo he firmado un texto con otra persona en el que se habla de ese concepto y en un texto firmado por mí se reconoce que algunos denominan a la fase actual de la lucha de liberación como Revolución Democrático Nacional. Sobre este particular tengo que decir tres cosas. La primera es que existe en algunos ámbitos la costumbre de utilizar conceptos sin tener en cuenta su origen y su contenido y carga teórica, es decir, sin pararse a pensar quienes los elaboraron, en qué contexto y para qué objetivos. Podríamos extendernos en ejemplos de términos que se usan sin adecuación crítica alguna muy recientemente en sectores de la izquierda abertzale -usar la tesis económico-burguesa de los tres sectores ideada por C. Clark en 1940; usar el concepto neoliberal de capital humano ideado entre 1950-1960 por T. Schultz y G. Becker; reactivar el término aristotélico de autoridad y el bíblico de jerarquía, etcétera- , y que por ello mismo fortalecen sin quererlo la ideología burguesa.
Lo segundo es que los ejemplos son inacabables. Una vez que rompemos la praxis entre el rigor político y el rigor teórico, separando y hasta enfrentando la realidad con las palabras, entonces empezamos a deslizarnos sin quererlo por la cuesta abajo de la aceptación de la ideología dominante. Esto es debido a que pensamos con conceptos que son los enlaces que nos explican cómo se relacionan en la realidad objetiva los diferentes procesos en permanente interacción, choque mutuo y complejización creciente. Si dejamos de usar los conceptos científicos y las categorías filosóficas que nos remiten una y otra vez a las contradicciones irreconciliables que definen la esencia del capitalismo, y pasamos a usar otros que sólo reflejan algunos de sus aspectos formales, precisamente los menos duros y los más aceptables por la ideología burguesa, si hacemos esto, más temprano que tarde terminaremos claudicando ante la síntesis social dominante. Una vez rota la unidad de la praxis, se inicia la caída en el orden del capital.
Y lo tercero es que en el caso concreto de la tesis sobre la Revolución Democrático Nacional hay que ser especialmente exigentes porque fue creada para la lucha de liberación en China, con un campesinado que suponía en 1949 nada menos que el 90% de la economía en sí, con una base industrial muy reducida, como indica el propio Mao. Luego, este concepto se ha empleado en otras luchas en sociedades mayoritariamente campesinas y sobre todo sin la historia específicamente capitalista que marca la historia vasca desde el siglo XV, como mínimo, y nuestro presente. Corremos el riesgo de trasplantar inconscientemente, con mucha ligereza, a la Euskal Herria actual una visión eurocéntrica de las luchas en China, Perú, México e incluso en momentos en Cuba, por citar algunos casos.
En el fondo, de lo que se está hablando es de la política de alianzas, un problema clásico que aparece ya expuesto de forma rigurosa en el Manifiesto del Partido Comunista desde su primera edición en 1848. Luego, sus autores intentaban contextualizar la obra cada vez que se editaba de nuevo, actualizando sus partes decisivas en la medida de lo posible, prestando especial atención a la adecuación de la política de alianzas teniendo en cuenta los cambios espacio-temporales que se producían. Este principio básico del marxismo -el análisis concreto de la realidad concreta, al decir de Lenin- , y del método de pensamiento científico-crítico en sí, es arrinconado cuando la política de alianzas se justifica no con conceptos adecuados al presente de cada país, sino con interpretaciones abstractas de realidades muy distantes en el tiempo y en el espacio.
No estoy contra el concepto en sí, porque antes de tomar postura debo analizarlo y ubicarlo, y todavía no lo he hecho de forma definitiva. Sí estoy en contra de la toda ligereza en este sentido.
¿Se puede avanzar al socialismo a partir de espacios de poder institucional? ¿Qué papel jugarían los movimientos populares?
Los espacios de poder institucional hoy existentes están minados por la contradicción que recorre a la democracia burguesa extremadamente debilitada que padecemos, y que cada día está más golpeada por la misma burguesía. Esta contradicción consiste en que, por un lado, todo poder institucional pertenece al capital y a su Estado, es una emanación concreta del poder del capital, un tentáculo suyo. Pero por otro lado, la burguesía tuvo que ceder algunas reformas, hacer algunas concesiones, abrir espacios de poder muy restringido a la participación de las masas, debido al empuje de éstas. Sobre esto ya hemos dicho algo arriba.
Debemos ahondar esa contradicción, debemos llevarla a su límite insoportable para mostrar a los sectores populares menos concienciados, más atados al reformismo inherente a la visión economicista, que tarde o temprano chocaremos con la oposición burguesa, que se hará tanto más salvaje conforme avancemos hacia nuestros objetivos. Si nos fijamos en la historia de la lucha de clases, la creencia de que el socialismo se podía ir construyendo paulatinamente dentro del capitalismo hasta terminar desbordándolo de forma pacífica y «ordenada», sin violencias, está presente en dos de las tres grandes corrientes internas de la socialdemocracia desde finales del siglo XIX: la del reformismo notorio y público, representada por Bernstein, y la del reformismo oculto y disimulado, representada por Kautsky algo más tarde.
Una tesis que llegó a unificarles era precisamente la de que los pequeños aumentos cuantitativos en votos, en presencia electoral e institucional, en normalización civil, en presencia corriente en la vida cultural y social tras una temporada de ilegalización y represión, de grandes movilizaciones pacíficas y respetuosas con la ley burguesa, de presión economicista y reformista sindical exclusivamente por los canales legales, estos y otros «pequeños avances tácticos» iban acercando el socialismo. Según esta tesis el aumento en fuerza política institucional y de masas terminaría por convencer a la clase explotadora de que debía resignarse al avance de la mayoría, iniciando un proceso político de cesión ordenada de su poder estatal que iría pasando paulatinamente al proletariado. Llegaría así de manera casi imperceptible el momento en el que el socialismo dominaría sobre el capitalismo.
Este esquema se rompía directamente con cuatro fundamentos clásicos del marxismo: uno, con la teoría de la explotación asalariada, de la plusvalía, de la ley del valor, etcétera, aceptándose los principios de la economía neoclásica o marginalista, de la que más tarde surgiría el actual neoliberalismo. Dos, la teoría del Estado como instrumento de explotación de una clase por otra, como instrumento de terror burgués y como pieza clave en y para la economía capitalista, imponiéndose la creencia de que el Estado es un instrumento neutral o al menos, de que puede aceptar pacíficamente las reivindicaciones radicales del pueblo. Tres, la teoría marxista del conocimiento, la dialéctica materialista que insiste en la unidad y lucha permanente de los contrarios antagónicos, aceptándose variantes del kantismo, que minimiza la dialéctica o la niega. Y cuatro, la ética marxista que reconoce el derecho a la resistencia a la opresión, aceptándose variantes de la ética kantiana que rechaza abierta o indirectamente este derecho elemental.
De alguna forma, las cuatro rupturas entre marxismo y reformismo señalan puntos de aceptación del gradualismo mecanicista que cree que el socialismo puede irse construyendo lenta y pausadamente dentro del capitalismo, hasta que se imponga pacíficamente. Sin embargo esto es imposible, aunque en la teoría marxista se reconoce la remota posibilidad en condiciones excepcionales y muy pasajeras de un avance pacífico al socialismo, esta misma teoría sostiene que la historia no confirma esta rareza, que lo más que probable, casi seguro es que la burguesía resista con una violencia inhumana y que por tanto hay que prepararse para lo peor, siendo por tanto necesario concienciarse de la necesidad de la dictadura del proletariado, que es lo mismo que decir de la necesidad de la democracia socialista. Más aún, la experiencia reciente confirma la teoría marxista de la violencia como partera de la historia, partera del nuevo modo de producción que se impone sobre el viejo, según hemos visto al estudiar las características de los períodos de transición.
Desde esta perspectiva realista y consciente, los movimientos populares tienen la cuádruple misión de, primero, ayudar al pueblo trabajador a luchar en todas aquellas explotaciones e injusticias que superan los marcos laborales, la explotación patriarco-burguesa, y la dominación del poder adulto, es decir, a extender la resistencia popular en todos los aspectos de la vida cotidiana que sufren formas de explotación «exteriores» al movimiento obrero, al movimiento feminista y al movimiento juvenil. Por «exteriores» queremos decir opresiones que se desarrollan «fuera» de la fábrica, del domicilio y de trabajo femenino asalariado, y de la vivencialidad juvenil, pero que a la vez y obligatoriamente, están dentro de la totalidad capitalista, dentro de la totalidad de la lucha de clases.
Segundo, organizarse horizontal y democráticamente para coordinar todos los movimientos populares entre sí, y también con el movimiento feminista, juvenil y obrero. En los pueblos oprimidos nacionalmente, el movimiento popular tiene la tarea de insertar a estas coordinaciones y a las luchas concretas en las que se desenvuelve en una visión totalizante pero flexible de la opresión nacional que determina el contenido y la forma de la vida social en su conjunto. Esta perspectiva nacional la desarrollan las mujeres, la juventud, los obreros, etcétera, pero los movimientos populares pueden y deben llevarla a todos los rincones de la vida colectiva e individual, desde la lucha en los barrios hasta el urbanismo a gran escala, desde el deporte vecinal hasta una política de deporte no mercantilizado, desde la lucha contra la droga hasta un sistema sanitario público y gratuito, y así un inacabable etcétera.
Tercero, tienen la función doble de, por un lado, elaborar alternativas concretas a sus problemas partiendo de sus conocimiento a pie de calle, de sus experiencias y de su capacidad de movilización de los sectores menos concienciados, lo que les obliga a mantener una independencia efectiva con respecto a otras organizaciones, especialmente con respecto a los grupúsculos sectarios que deliran en constituirse en «partidos de vanguardia» y con respecto a los partidos dirigistas y más o menos burocratizados que tienen por su misma concepción a controlar las iniciativas de los movimientos, rebajándolos a simples correas de transmisión vertical de las órdenes de la cúpula burocrática. Es decir, los movimientos han de ser una fuerza antiburocrática basada en la democracia socialista.
Y cuarto y último, irse constituyendo como embrión del poder popular a partir de los contrapoderes y de las situaciones de doble poder, de manera que, por un lado, sean capaces de movilizar a crecientes sectores del pueblo trabajador alrededor de reivindicaciones concretas vitales y, por otro lado, sean capaces de movilizar esas masas en los momentos críticos, cuando se ha de saltar de una fase de poder conquistado ya a otra fase de más poder a punto de ser conquistado, de manera que sean las más amplias masas de la «nación trabajadora» las que intervengan en la calle. Una de las finalidades del movimiento popular es, obviamente, la de erradicar cualquier pretensión burguesa de reactivar el neofascismo y el fascismo de masas. Pero estas últimas tareas han de confluir en otra tanto o más decisiva, crear y ampliar el movimiento popular que esté fuera del Estado obrero y que actúe como garante que impida su tendencia a la burocratización y que le fuerce a seguir con su proceso de autoextinción. En este sentido, el movimiento popular es lo mismo que el poder soviético y consejista en su ámbito de la cotidianeidad del pueblo trabajador.

¿Hablando de la crisis capitalista y el recorte de conquistas obreras y de libertades, ¿Hasta donde crees que va a llegar el Estado burgués y el capitalismo? ¿Crees que hay una salida de la crisis dentro del capitalismo?

Sobre la crisis capitalista hay que decir que, como siempre, se benefician determinadas fracciones del capital, especialmente la financiero-industrial de altas tecnologías, como la militar por ejemplo y otras. Es un error hablar sólo de capital financiero. Desde hace tiempo y cada vez más las grandes empresas tienen sus departamentos financieros, sus conexiones con la gran banca, al igual que los grandes bancos tienen sus áreas industriales y de servicios, en las que invierten sus capitales. A grandes rasgos, el capitalismo actual está regido por una fracción financiero-industrial estrechamente relacionada con la economía ilegal. Este segundo componente, cada vez más importante, no puede obviarse porque la economía ilegal -la economía sumergida, gris, criminal, corrupta, mafiosas o como queramos denominarla- aumenta precisamente debido a las crecientes dificultades para la obtención de beneficio.
A la vez, esta fracción financiero-industrial con relaciones mafiosas depende de sus respectivos Estado-cuna. No es cierto que todo el capital sea transnacional y sea apátrida. Siendo cierto que el mercado es mundial, que la ley del valor-trabajo funciona mundialmente y que las inconcebibles masas de capital-ficticio, dinero electrónico, etcétera, se mueven a la velocidad de la luz por todo el planeta, siendo esto cierto, sin embargo todas las burguesías necesitan de sus respectivos Estados como espacios de acumulación segura de parte de sus ganancias. Y las grandes burguesías necesitan de sus grandes Estados, de sus leyes protectoras, de sus bancos centrales, de sus fuerzas armadas. La agudización de todas las contradicciones que afectan al capitalismo hace que las clases dominantes adecuen sus respectivos Estados a las nuevas circunstancias.
Debíamos precisar estas cuestiones previas para saber a qué están dispuestas las burguesías en la actualidad. Y están dispuestas prácticamente a todo, es decir, los Estados imperialistas tienen planes actualizados para diversas guerras con las que garantizar los recursos energéticos cada vez más escasos. Además tienen planes represivos actualizados para derrotar las luchas obreras y populares en el centro imperialista. Tampoco les faltan planes para idiotizar y alienar aún más a sus pueblos para que apoyen sus atroces políticas externas, o para que permanezcan indiferentes ante problemas inhumanos como el hambre y la pobreza en aumento, las enfermedades en aumento, el uso de la comida como arma biológica de chantaje y opresión, etcétera. Y no debemos olvidar que tienen planes para seguir apoyando a las fracciones más poderosas de sus burguesías a costa de las más débiles y obsoletas, de otras burguesías y de la humanidad en su conjunto.
Para todo esto las burguesías necesitan a sus Estados porque sólo mediante este instrumento pueden imponer su salida a la crisis actual. ¿Hay por tanto «salida» a la crisis? Sí y no. Hay salida si se reduce la crisis a un momento puntual, relativamente largo, de caída de la tasa de beneficios, de dificultades serias para la acumulación ampliada, de aumento de las tensiones sociales y del malestar en todos los sentidos, de deslegitimación creciente del sistema, etcétera. Si entendemos esto por crisis, y en parte lo es, entonces sí hay salida a esta forma de definir la crisis porque tarde o temprano la economía empezará a recuperarse un poco, sólo un poco, e inmediatamente la prensa y el reformismo gritarán de contento diciendo que ya germinan «brotes verdes» y sectores de las clases explotadas se lo creerán o por miedo y egoísmo, o por cansancio, abandonarán cualquier lucha, reforzando así al sistema e insuflándole un poco de vida.
Esta posibilidad es real y no debemos descartarla en absoluto. Una parte de la izquierda revolucionaria ha sido y es catastrofista, ha pensado y piensa que por fin el sistema ha llegado a su punto de derrumbe inevitable. Pero el problema es mucho más grave. El capitalismo no muere si no se le mata mediante una tenaz y sostenida lucha de clases a nivel mundial. Y es aquí en donde es decisiva la segunda parte de la respuesta. La crisis no tiene salida si por crisis entendemos la contradicción irresoluble que mina al capitalismo en su misma esencia, en su entraña. La crisis es el capitalismo en sí, y el capitalismo es la crisis en sí, pero de forma latente, activa en su interior pero no visible en su exterior más que en sus estallidos más demoledores.
La burguesía muy probablemente logrará contener durante un tiempo la crisis del sistema en su actual forma de expresión, pero no logrará nunca impedir definitivamente la reaparición de crisis cada vez más graves y más dañinas, cada vez con menos intervalo entre ellas. Debemos utilizar siempre esta visión dialéctica de las crisis concretas y de la crisis como necesitad objetiva que reaparece siempre, para entender la lucha de clases, la importancia de las luchas de liberación y la importancia de la filosofía y la ética marxistas en la definición del sentido del ideal de vida como realización de la praxis revolucionaria.
Con el tiempo, el capitalismo malvivirá en una especie de crisis permanente, en la que los Estados activarán todos sus instrumentos de terror, control e intervención socioeconómica para salvar su sistema porque éste, por sí mismo, abandonado a sus solas fuerzas económicas, ya no podrá existir. La tendencia nítida y acelerada hacia la destrucción de la democracia-burguesa por la propia burguesía y hacia la instauración de regímenes autoritarios, tendencia ya iniciada en la mitad del siglo XIX, va materializándose debido a la imparable agudización de las contradicciones irresolubles del capital. A comienzos de la década de 1920, Lukács habló de la «actualidad de la revolución» como una de las aportaciones decisivas de Lenin y como un principio básico para entender la teoría bolchevique de la organización de vanguardia. El siglo casi transcurrido desde entonces hasta ahora ha validado esta tesis -y otras en el mismo sentido- que expresada vulgarmente sostiene que es urgente activar las fuerzas subjetivas, la conciencia revolucionaria organizada en fuerza material de masas que actúe como el sepulturero del capital.
El día 29 hay convocada una greba orokorra en Euskal Herria, ¿Piensas que Euskal Herria esta preparada para darle continuidad a esta pelea y que esta fecha no sea sino el principio de una lucha anticapitalista vasca?
Voy a responder a esta pregunta desarrollando tres puntos. El primero explica por qué soy más partidario de hablar de lucha de clases socialista, que no anticapitalista, porque la lucha socialista se reivindica de una tradición rica y compleja, contradictoria, pero muy amplia en matices teóricos y en propuestas concretas que debemos recuperar y adecuar. La lucha anticapitalista también tiene un pasado incluso anterior a la socialista, por ejemplo el movimiento luddita inglés y otras luchas sociales de inicios del siglo XIX, pero sin embargo adolece de una menor riqueza y amplitud programática. Pienso que cuando se abandona el nombre de socialismo y se adopta el de anticapitalismo se está produciendo un retroceso político y teórico, al igual que cuando se abandona la teoría de las clases y se acepta la de la ciudadanía o la multitud, o se abandona la política de alianzas obrera y popular y se cae en el verborrea sobre la sociedad civil, o se desprecia la unidad sustantiva entre la dictadura del proletariado y la democracia socialista, y entre la dictadura burguesa y su democracia de clase y se pasa a hablar de democracia en abstracto, o se abandona la dialéctica materialista y se retrocede a alguna forma de neokantismo, o se abandona el ateísmo militante y se retrocede al agnosticismo, etcétera.
Me parece que son más que sutiles cambios de terminología para, según dicen, adaptarse a las circunstancias, a los nuevos tiempos, para no asustar a las masas, para ser mejor entendido por la supuesta burguesía democrática, etcétera. En la mayoría de los casos son sutiles e imperceptibles cambios posteriores a un cambio anterior de práctica política, de estrategia y hasta de objetivos. Ocurre que no se puede mantener por mucho tiempo la contradicción entre lo que se hace y lo que se dice, entre el giro lento o rápido al reformismo y el lenguaje revolucionario anterior. Este contraste es negativo para la acumulación electoralista, para la suma de votos y para ser aceptado en los salones del poder, y como es lógico entonces se termina abandonando el rigor teórico para deslizarse por la facilona superficialidad democraticista.
Por rigor teórico hay que entender también la coherencia política revolucionaria. Ambas van unidas en la praxis. No puede haber rigor teórico sin coherencia revolucionaria y viceversa. Forman una unidad. Pues bien, en el plano de la teoría, el rigor consiste en el uso de conceptos radicales, los que han penetrado en la esencia de la explotación y la sacan a la superficie de la acción revolucionaria. En el plano de la acción política, el rigor consiste en la práctica de masas del contenido revolucionario que esos conceptos radicales sacan a la luz. Cuando usamos el concepto de explotación asalariada, de plusvalía y de ley del valor-trabajo, por ejemplo, decimos abiertamente lucha revolucionaria de clases, necesidad del control obrero y popular, necesidad de recuperar las fábricas cerradas y de crear cooperativas de producción y de consumo insertas en la vida cotidiana del pueblo trabajador mediante una conexión práctica diaria entre el movimiento obrero y los movimientos populares, juveniles, feministas, etcétera, y en síntesis, hablamos del poder popular, de la toma del Estado burgués, de su profunda depuración y de la creación simultánea de un Estado obrero e independiente, si se trata de una nación trabajadora oprimida.
Hemos hablado arriba sobre la importancia decisiva del rigor teórico en el uso de los conceptos que deben facilitarnos la lucha revolucionaria en un sistema opaco y oscuro, que invierte la realidad y hace que creamos que la causa es el efecto, y que lo superficial es la única realidad que existe. Ahora nos remitimos a lo dicho arriba.
El segundo punto explica que tenía que alargarme un poco en esta explicación para hacer más comprensible el resto de la respuesta a esta pregunta. En efecto, y empezando por el final, en Euskal Herria la lucha anticapitalista es muy antigua. Existen datos del siglo XVI sobre resistencias populares y campesinas a las pretensiones burguesas de acaparar los bosques comunales para su floreciente industria de armas, de barcos y de derivados del hierro. Podemos retroceder algo más en el pasado si relacionamos las resistencias populares y campesinas contra la burguesía comercial y usurera tanto vasca como extranjera traída por algunos reyes para activar la economía del país. Después, según crece el capitalismo surgen más resistencias, motines, revueltas y hasta sublevaciones. Que no se trata únicamente de las clásicas «revueltas por hambre», que también en algunos casos, sino de luchas en las que actúa una alianza popular y campesina, con fundamental participación de las mujeres trabajadoras, lo tenemos en que el nombre en euskara que termina imponiéndose es el de «matxinada», es decir, luchas de matxines, de trabajadores asalariados en ferrerías y otras empresas.
A lo largo de estos conflictos se van entretejiendo explicaciones utópicas de una sociedad mejor con programas cada vez más realistas de mejoras no sólo inmediatas y urgentes sino también a medio plazo. Si bien es cierto que domina una visión presocialista y utópica, no es menos cierto que ya para la mitad del siglo XIX existe una base popular y obrera predispuesta a avanzar en una visión protosocialista. Tenemos, por ejemplo, el impresionante efecto concienciador de la letra del himno Gernikako Arbola, de Iparragirre en 1853, luchador internacionalista en primera línea de las barricadas de 1848, perseguido por varias burguesías y profundamente vasquista, letra tan progresista para su época que le costó otro destierro. El ideario socialista se fue asentando gracias a los primeros movimientos anarquistas y después gracias al socialismo de fines del siglo XIX. La fusión entre estas visiones de clase y la historia de lucha social autóctona sostenida desde el pasado, como hemos visto, se realizaba en la vida cotidiana del pueblo trabajador de la época de una forma tan natural que el mismo Max Weber quedó impresionado dejando constancia de ello en sus cartas durante el viaje que realizó por Euskal Herria a finales del siglo XIX.
Sin entrar ahora a mayores precisiones, podemos decir a grandes rasgos que la formación del primer pueblo trabajador vasco en el sentido socialista se inicia en 1890 y dura hasta la dictadura de Primo de Rivera en 1923. Especialmente en su última subfase es cuando toma cuerpo de manera irreversible el proceso que más tarde culminará en el independentismo socialista. ¿Por qué decimos que acaba en 1923 y no en 1937, como la truncada segunda fase? Pues porque la burguesía vasca aprovecha la dictadura militar para intentar aplastar con la ayuda del Estado español sobre todo a la parte del movimiento obrero que va acercándose a la fusión del sentimiento nacional y del social, y a la vez a los sectores más conscientes del nacionalismo pequeño burgués y popular que no aceptan las claudicaciones de la dirección burguesa del PNV. Es muy ilustrativo el comportamiento proburgués y claramente imperialista español durante estos años de dictadura militar del PSOE.
La segunda fase es muy breve, de 1931 a 1937, con la derrota militar frente al ejército internacional franquista que supone, en el fondo, una verdadera invasión extranjera en apoyo a y apoyada por el bloque de clases dominante en Hego Euskal Herria. La lucha socialista, no sólo anticapitalista, tiene en esta fase dos hitos decisivos para la posterioridad: la clara dinámica de acercamiento del nacionalismo cada vez más radicalizado en lo social, con el socialismo marxista, con el comunismo, cada vez más consciente de la opresión nacional del pueblo trabajador, y la derrota de la insurrección de 1934. Ambas lecciones se refuerzan con la apuesta reaccionaria de la burguesía vasca y con el miedo creciente al socialismo y al independentismo en ascenso de una parte apreciable de la dirección del PNV.
En julio de 1936 aparecen la Comuna de Donostia, y otros poderes populares más localizados, que resiste hasta mediados de septiembre de ese año, mientras que el PNV se escinde en trozos, optando varios de ellos por sumarse a la rebelión franquista, otros, las bases de masas de Gipuzkoa y Bizkaia, por defender la II República y un tercer sector que podemos identificar con la dirección en estos herrialdes, en espera de ver qué ofrecen los militares sublevados, qué ofrece la II República y qué deciden las bases militantes. En contra de la mentirosa versión histórica creada por el PNV, este partido no movilizó todos los recursos disponibles y creables para resistir hasta el final a la invasión franquista, que por ser capitalista encontraba un apoyo muy efectivo en la burguesía «nacionalista» vizcaína. Su ignominiosa y estúpida rendición de Santoña anunciaba lo que sería el comportamiento básico de este partido desde 1937 hasta ahora mismo.
La tercera fase de lucha socialista, y de (re)creación del pueblo trabajador que lo activa como sujeto colectivo liderado por la clase obrera, se inicia en 1947 y se sostiene hasta la durísima ofensiva capitalista de destrucción de la fracción industrial y siderometalúrgica de la clase obrera vasca, desencadenada por el PSOE en la mitad de la década de 1980, con el apoyo incondicional de UPN y PNV, y la pasividad de otras fuerzas reformistas de centro-izquierda, como EE. Los años de gloria popular y obrera se vivieron entre 1966 y 1978, uniendo en la práctica la liberación de clase con la liberación nacional. Pero casi desde el comienzo de los años 70 el nacionalismo español del PSOE y del PCE empezará a combatir el inaceptable e insoportable avance del independentismo socialista en la clase trabajadora. El nacionalismo español «progresista» endurecerá su contenido antidemocrático y burgués conforme va cediendo a las exigencias tardo-franquistas y del imperialismo, es decir, durante la «transición» de la dictadura franquista descarnada, a la dictadura burguesa amparada en la monarquía que Franco impuso.
Debemos reseñar cuatro objetivos básicos del nacionalismo español «progresista» desde 1978 y sobre todo desde 1982-1883, con la llegada del PSOE al gobierno: uno, intentar cortar de raíz el crecimiento de la conciencia independentista en el movimiento obrero en su conjunto. Otro, unido al anterior, fue el de facilitar el desmantelamiento industrial impuesto con especial saña en aquellas empresas en las que la clase obrera destacaba por su combatividad nacional de clase. Además, romper con la escisión reformista de EE la unidad del independentismo socialista; y, por último, mediante el Plan ZEN, los GAL y un largo etcétera, vencerla política y militarmente interrelacionando todas las tácticas de la guerra de baja intensidad y de contrainsurgencia internacional, desde el terrorismo hasta la droga ilegal como arma de exterminio psicosomático y físico de la juventud vasca.
El tercero y último punto explica que nunca entenderemos la lucha socialista en una nación oprimida si no integramos en ella el accionar del Estado ocupante en cuanto centralizador estratégico del capital en general y de las burguesías de las naciones oprimidas. En el caso vasco, la fase de la lucha de clases de entre 1947 y 1984 fue inseparable de la beligerancia del Estado español, como lo había sido en el pasado y lo será en el futuro. Lo que el Estado buscaba era, en síntesis, secar el océano en el que crecía el independentismo socialista, es decir, destrozar a la clase trabajadora en su centro mismo, en su fracción industrial mediante el arrasamiento de su base reproductora. No es la primera vez que el capital recurre a ese método. Ya lo empleó la burguesía italiana contra el poderoso movimiento popular del norte de su Estado, contra las formas de lucha armada, de insurgencia múltiple, por citar un solo caso.
La lucha socialista contra el capitalismo es, en un contexto de opresión nacional, lucha socialista por la independencia, como ya quedó patente en la segunda parte de la fase de 1947 a 1984, o sea a partir de la mitad de los años 60 tanto con la V Asamblea como con el crecimiento de la lucha de clases desde una perspectiva nacional vasca. No se trata, por tanto, sólo de la forma de la lucha socialista, sino fundamentalmente de su contenido, de su esencia. Hasta ahora decíamos que la lucha de clases en Euskal Herria adquiría la forma de lucha de liberación nacional. En realidad tiene el contenido de lucha de liberación nacional. Es preciso dejar claro este matiz tan fundamental. La forma concierne a lo externo, pero el contenido concierne al fondo, a lo básico. Se trata de un contenido de lucha nacional de clase porque es la clase trabajadora y es el pueblo trabajador el eje decisorio, y porque la independencia socialista es la única garantía de supervivencia de la nación vasca.
Mientras que en los pueblos que no sufren opresión nacional, es decir, los que ya tienen un Estado nacional-burgués propio, independiente, la lucha de clases sí tiene la forma nacional pero el contenido internacional inherente al choque mundial entre el capital y el trabajo, por el contrario en las naciones oprimidas, ocupadas militarmente por un Estado extranjero, la lucha de clases tiene el contenido de liberación nacional de clase mientras no asegure su independencia. Es un contenido transitorio, que da un salto al contenido internacionalista una vez lograda la libertad nacional aunque sea formal, burguesa. Este criterio es decisivo para entender la historia de la lucha de clases mundial desde la mitad del siglo XIX.
Estas lecciones innegables en Euskal Herria ya a mediados de la década de 1980, han quedado de nuevo reafirmadas en los hechos posteriores. La siguiente fase de lucha socialista y de (re)composición del pueblo trabajador empieza con tremendas dificultades y con lentitud desde finales de la década de 1980, debido precisamente a la extrema dureza del ataque anterior, y sobre todo al hecho de que ahora el neoliberalismo supone un permanente intento de destrucción fulminante de todo rebrote de resistencia. Pero la lucha de clases nunca desaparece del todo, siempre se refugia en sus cuarteles de invierno, a la espera de reaparecer. Tras la década de falsa expansión económica, la de 1997-2007, la de la burbuja financiero-inmobiliaria, la lucha socialista no tardó apenas en asomar y en tomar la calle mediante tres huelgas generales sostenidas entre 2009 y 2010. Y ahora vamos a por la cuarta huelga general.
La tendencia histórica hacia la emergencia del contenido de clase de la lucha de liberación nacional, que no únicamente de su forma, se amplía con los acontecimientos que están sucediéndose a raíz de la ofensiva de la euroalemania en contra de los Estados burgueses formalmente independientes, sometidos a la crisis. La independencia estatal burguesa ha desaparecido para la mayoría de los Estados de la Unión Europea, excepto para muy pocos de ellos. El resto son Estados burgueses tutelados, vigilados y controlados, sin independencia económica efectiva, y por tanto sin independencia política, aunque todavía con algo de independencia cultural, deben obedecer a la euroalemania.
En este contexto la cuarta huelga general vasca tiene ahora más contenido de liberación nacional que nunca antes porque ahora la opresión nacional no surge exclusivamente del capitalismo español, que también, y que es el opresor decisivo y fundamental, sino a la vez pero a otra escala del capitalismo europeo. Con la expansión y centralización del euroimperialismo interno a la Unión Europea, la liberación nacional vasca refuerza su contenido de clase. No puede ser de otro modo cuando precisamente todas las burguesías débiles, excepto la islandesa, aceptan sin pestañear el recorte de sus soberanías propias, claudican ante las exigencias exteriores y sacrifican a sus pueblos y reniegan de su sentimiento nacional-burgués para no enfadar al capital financiero y a sus Estados valedores.
Por último, es este contenido nacional de clase el que explica la necesidad de una creciente colaboración práctica entre el movimiento obrero, el movimiento popular, el juvenil y el feminista. La explotación capitalista actual no se realiza sólo en la fábrica sino prácticamente en la totalidad de la vivencia cotidiana, aunque no sea explotación asalaria directa. Esta realidad afecta directa e indirectamente a la totalidad de la población que no tiene otro recurso de supervivencia que su fuerza de trabajo. Las luchas feministas, las populares y las juveniles, tienen ya una dependencia innegable con y contra la lógica del capital. Por tanto, la lucha de clases o más exactamente la lucha nacional de clase no puede desarrollar toda su impresionante fuerza si no es a la vez lucha de la mujer, de la juventud y de los movimientos populares.
Para terminar Iñaki, Hay luchas muy fuertes en Europa, América, por ejemplo Grecia, Portugal… ¿No crees que el internacionalismo en esta fase del capitalismo debe jugar un papel importante de coordinar luchas en todo el mundo por el socialismo?
El internacionalismo no debe sólo «coordinar luchas», lo cual sigue siendo urgente, también debe hacer dos cosas más: debe coordinar y provocar reflexiones teórico-críticas a escala mundial, y debe crear organizaciones mundiales de apoyo revolucionario práctico. Ambas cosas se hicieron con absoluta normalidad en el pasado, en el siglo XIX sin retroceder hasta la lucha de clases desde el siglo XV en adelante, o incluso más tarde. No se puede negar que ahora existe una reflexión teórica mundializada de un alcance y variedad como nunca había existido, pero pienso que debemos avanzar en una más intensa coordinación para centrar algunos puntos críticos urgentes en los que hacer especial insistencia.
Uno de ellos es, por ejemplo, el de la denuncia del «imperialismo humanitario», de esa descarada ingerencia criminal en los pueblos díscolos al imperialismo, utilizando algunas de sus contradicciones internas con la excusa de la «democracia» tal cual la define el capital, para aplastarlos con una saña sádica que desborda todos los supuestos «crímenes» de los que les acusa la industria político-mediática capitalista. Y todo ello con el aplauso o el silencio de la «izquierda» occidental. Otro es la aterradora militarización pre-bélica mundial, ese 24% de aumento del gasto militar internacional en el último lustro, teniendo en cuenta que el capitalismo ha recurrido a las guerras mundiales para salir de sus grandes crisis periódicas. Y por no extendernos, el último que citamos ahora es el de la urgencia de demostrar que existe una alternativa al imperialismo, que el socialismo como antesala del comunismo es factible además de necesario.
Y en cuanto a la creación de organizaciones internacionales de ayuda práctica, tampoco hay mucho nuevo que decir. Ya existen múltiples grupos y redes que se han ido asentando a raíz de la experiencia de los foros sociales antiglobalización, incluso existen varias Internacionales y formas de coordinación de fuerzas de izquierda. Pero se echa en falta la reivindicación clara y explícita del internacionalismo solidario activo, como en su tiempo fueron las Brigadas Internacionales, el Socorro Rojo, etc. Mientras que el imperialismo organiza ejércitos terroristas «civiles» y «democráticos», los arma y los traslada a los países que quiere aterrorizar y destrozar, y mientras la ONU y otras instituciones directa o indirectamente al servicio del capital, legitiman estos ataques y hasta los apoyan materialmente, los pueblos explotados y sus izquierdas revolucionarias apenas nos movilizamos en la defensa activa de los derechos masacrados.

Pues, solo agradecerte el tiempo que nos has dado y tus respuestas. Eskerrik asko, Iñaki, ya vemos que la faena que nos espera es intensa, pero desde Boltxe estamos seguros que nuestro pueblo, Euskal Herria, estará a la altura de lo que exige la actual fase y seguira siendo un polo revolucionario importante en Europa y en el mundo.


Euskal Herria, 27 de marzo de 2012

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