viernes, 6 de agosto de 2010

LA APORTACIÓN DE LAS AMÉRICAS A LA REVOLUCIÓN MUNDIAL por Iñaki Gil de San Vicente



1. Presentación.
2. Independencia de pensamiento.
3. Defensa de lo común y de lo colectivo.
4. La mujer como revolucionaria.
5. Tres lecciones prácticas.
6. Cinco lecciones teóricas.

Anexo

1. Las primeras resistencias.
2. El imperio azteca.
3. El imperio inca.
4. Las alianzas entre indios y esclavos.
5. Las luchas en el sur.
6. Las luchas en el norte.

1.- PRESENTACIÓN:

El Movimiento Continental Bolivariano ha organizado varios actos en conmemoración de la Marcha Admirable. Uno de los eventos consiste en una serie de debates internacionales sobre la importancia de los próceres de la liberación de las Américas, sobre la actualidad de sus ideas y sobre las aportaciones que éstas pueden tener para la emancipación revolucionaria de la humanidad explotada. Como se aprecia, es un tema muy sugerente y muy importante porque ya era hora de que se, sin complejos, se reivindiquen desde las Américas las importantes aportaciones de sus luchadoras y luchadores a la emancipación humana. La cultura eurocéntrica, burguesa, se ha pensado a sí misma como la depositaria de los valores de la civilización grecorromana –que en gran medida es una invención europea reciente[1]–, y a la vez la creadora de la modernidad, e incluso los críticos desencantados de la modernidad, los posmodernos, etc., siguen atrapados en los “mitos fundadores” del eurocentrismo. Es por esto que es bienvenida toda investigación crítica que sirva para destrozar tanta bazofia conservadora e imperialista, y para enriquecer y ampliar la perspectiva revolucionaria a nivel mundial.

La trascendencia de esta reflexión es aún mayor ahora, en el contexto de la contraofensiva militar y económica del imperialismo yanqui para recuperar violentamente el poder que ha ido perdiendo en los últimos años[2]. En reuniones anteriores hemos debatido la estrategia belicista del imperialismo mundial y especialmente del norteamericano. Desde que se fundó la Coordinadora Continental Bolivariana, antesala del actual Movimiento, hemos realizado estas y otras investigaciones colectivas sobre la agudización de las contradicciones irreconciliables del capitalismo, estudios que han sido confirmados por los acontecimientos. Ahora, lo que preveíamos y advertíamos –cualquiera puede leer los documentos– es ya presente, y ahora es llegado el momento, por tanto, de dar un nuevo paso adelante. La contraofensiva imperialista, que la vemos avanzar a diario y en la que no me voy a extender aquí, tiene sin embargo una diferencia importante con respecto a otros ataques anteriores de los EEUU a los pueblos amerindios.

La diferencia radica en que ahora el imperialismo eurooccidental, liderado por los EEUU, actúa a escala mundial en lo básico y esencial para sus intereses capitalistas, a pesar de algunas contradicciones secundarias y accesorias entre las diversas potencias imperialistas. Yerra trágicamente quien espere que las contradicciones secundarias en el interior del imperialismo eurooccidental puedan dar el salto cualitativo a irreconciliables, de modo que el imperialismo occidental se destroce a sí mismo dejando vía libre a los pueblos que explota para que éstos, pacíficamente, avancen cómodamente al socialismo.

El internacionalismo marxista siempre ha sostenido con razón que cualquier lucha en un pequeño pueblo del mundo termina repercutiendo tarde o temprano en la lucha antiimperialista mundial. También ha sostenido con razón que una idea justa y movilizadora de fuerzas revolucionarias en una pequeña zona del planeta termina ayudando en lo básico a las luchas de todo el mundo. Semejante principio marxista es ahora más cierto que nunca antes porqué a comienzos del siglo XXI son más actuales que nunca las lecciones y experiencias teóricas elaboradas por las mujeres y hombres se enfrentaron a las invasiones del naciente capitalismo europeo desde finales del siglo XV, del el primer momento de su arribada al continente. La mundialización del mercado capitalista ha sido una característica definitiva de este modo de producción desde el siglo XVII, cuando los navíos de guerra europeos luchaban entre sí en todos los continentes del mundo por el control del comercio colonial y de los frutos del expolio y del saqueo masivo.

La tenaz y sistemática resistencia de los pueblos amerindios a la invasión europea y yanqui ha tenido tres grandes fases que luego analizaremos. En todas ellas, las personas denominadas próceres, es decir, las que se han hecho dignas de reconocimiento colectivo por su virtud humana de resistencia a la opresión, explotación e injusticia, virtud esencial de la ética libre, han jugado y juegan papeles muy importantes. Lo característico de las personas próceres que es, conscientemente, superan la media de la ética libre y humanista socialmente establecida en su época histórica. Lo que caracteriza a las personas reaccionarias es que superan la media del odio a la justicia y a la libertad, apoyando abiertamente la opresión y la injusticia. Sin embargo, las personas reaccionarias, las clases sociales explotadoras y los Estados imperialistas tienen más recursos materiales y simbólicos para falsificar la historia, para mentir y engañar, para borrar de los registros todas aquellas luchas de las clases y de los pueblos explotados que contradicen sus dogmas e intereses. Es por esto que la historia crítica y objetiva, revolucionaria, es tan importante. Sí existe una historia objetiva y crítica, revolucionaria. En esta ponencia, y en el anexo que se adjunta, voy a practicarla porque es el único método de seguir la dialéctica entre la acción y el pensamiento, la práctica y la teoría.

Y la historia crítica nos muestra cómo el imperialismo ha exacerbado sus contradicciones a escala planetaria, poniendo en contacto directo a fuerzas emancipadoras que antes necesitaban meses y años para reunirse y debatir. La experiencia de esta Movimiento Continental Bolivariano es uno de tantos ejemplos. Ahora, cuando estamos en un momento crítico y decisivo de la tercera fase de personas próceres en la historia heroica de las Américas, sus aportaciones permanentes sirven ya para toda la humanidad. Antes de seguir vamos a poner dos ejemplos: uno es el de Marulanda, el prócer de la dignidad ante el imperialismo precisamente cuando éste multiplica sus agresiones. Marulanda nunca dejó de mostrar la inextricable dialéctica entre la lucha por la paz justa y el derecho a la rebelión y a la resistencia de los pueblos frente a la injusticia, derecho reconocido incluso en el Preámbulo de la Declaración Universal de los DD.HH, aprobada por la ONU. Desde 1949 la pedagogía heroica de Marulanda ha revivido y actualizado en las condiciones de la explotación imperialista, las virtudes de las personas próceres de las dos fases históricas precedentes, sus valores humanos, su sentido progresista y revolucionario, su defensa de la propiedad justa y colectiva de la tierra, como se dice en el Programa Agrario de 1964, tras explicar que la tierra no puede ser propiedad de la minoritaria clase latifundista, sino que debe servir al “beneficio de todo el pueblo trabajador”.

El segundo ejemplo es el discurso de Fidel Castro al pueblo cubano cuando los EEUU iniciaban la derrotada invasión de la isla en abril de 1961: «¡Adelante cubanos! A contestar con hierro y fuego a los bárbaros que nos desprecian y que pretenden hacernos regresar a la esclavitud. Ellos vienen a quitarnos la tierra que la revolución entregó a los campesinos y cooperativistas; nosotros combatimos para defender la tierra de los campesinos y cooperativistas. Ellos vienen a quitarnos de nuevo las fábricas del pueblo, los centrales del pueblo, las minas del pueblo; nosotros combatimos para defender nuestras fábricas, nuestros centrales, nuestras minas. Ellos vienen a quitarles a nuestros hijos, a nuestras muchachas campesinas, las escuelas que la revolución les ha abierto en todas partes; nosotros defendemos las escuelas de la niñez y del campesinado. Ellos vienen a quitarles al hombre y a la mujer negros la dignidad que la revolución les ha devuelto; nosotros luchamos para que todo el pueblo mantenga esa dignidad suprema de la persona humana. Ellos vienen a quitarles a los obreros sus nuevos empleos; nosotros combatimos por una Cuba liberada con empleo para cada hombre y mujer trabajadores. Ellos vienen a destruir la patria y nosotros defendemos la patria»[3].

Existe una identidad sustantiva entre ambos ejemplos: la defensa de la propiedad colectiva, de la propiedad común administrada por el pueblo trabajador, la defensa de lo público, lo que es de todos, frente a lo que pertenece a una reducida clase burguesa, lo que es propiedad privada de los capitalistas, y a la vez, la defensa de la patria socialista, de la patria de la clase obrera, de las mujeres trabajadoras, de la juventud por fin libre y propietaria de su país. La reivindicación sustantiva formada por la propiedad colectiva de las fuerzas productivas y la patria socialista, es ahora más vigente y más urgente que hace medio siglo. La contraofensiva del imperialismo tiene como objetivo básico volver a esclavizar a las Américas, convirtiendo de nuevo a sus pueblos en mera propiedad privada del capitalismo yanqui, que era el proyecto diseñado en la Doctrina Monroe de 1823, al igual que lo había sido el proyecto del imperio español desde 1492 con la excusa de la llamada “evangelización”. Ahora, la extrema derecha yanqui tiene en esencia la misma ideología elemental que la de los invasores españoles desde 1492, sintetizada así por C. M. Cipolla: “La religión facilitó el pretexto y el oro el móvil”[4].

Pero ahora, como hemos dicho hay una realidad nueva con respecto a la de los años ’60, a la de hace medio siglo. Ahora el imperialismo se enfrenta a una conjunción de problemas estructurales que dan forma a una crisis de una gravedad superior a las resistencias populares a las que se enfrentaba hace medio siglo. Ahora el imperialismo está más atenazado por la interacción de problemas que entonces, y más urgido a la militarización absoluta. Ahora el imperialismo debe multiplicar exponencialmente su ataque arrasador contra la propiedad colectiva y pública, comunal, privatizándola y capitalizándola. Ahora tiene más urgencia que entonces de convertir el mundo entero en una mercancía. Pero por el lado antagónico, las clases y pueblos explotados podemos contactar y dialogar, podemos organizarnos con mucha más rapidez que entonces, y podemos crear alianzas estratégicas y tácticas con más facilidad que entonces, y podemos coordinar mejor una lucha permanente contra la ideología imperialista con más argumentos y mejores medios críticos de difusión que entonces. La burguesía mundial también sabe todo esto.

La importancia del evento organizado por el Movimiento Continental Bolivariano demuestra aquí toda su valía, su enorme potencial emancipador al abrir el cauce de un debate internacional sobre las ideas y proyectos emancipadores amerindios que, demostrando su conexión con el socialismo desarrollado en la Europa del siglo XIX, también engarce con la de otros pueblos, culturas y civilizaciones no eurooccidentales. En la historia del movimiento revolucionario l, el primer intento serio de coordinación estratégica y táctica que abarcase a la humanidad trabajadora entera se consiguió gracias a la III Internacional o Internacional Comunista, convocada por los bolcheviques en 1919. Las dos Internacionales anteriores no pudieron llegar a tanto por razones que sería largo exponer aquí. Luego, con altibajos y vaivenes, las fuerzas revolucionarias mundiales hemos intentado recomponer aquella experiencia fallida pero adaptada a nuestro presente. Recordemos al prócer Che en su internacionalismo consecuente y en su papel en la Tricontinental. Como hemos dicho, ahora mismo el imperialismo no tiene otra salida que endurecer sus agresiones a la humanidad trabajadora, y ésta debe aumentar su unidad antiimperialista integrando a todas las fuerzas revolucionarias. Y es en este esfuerzo donde las personas próceres de las Américas tienen mucho que aportar debido a las razones que vamos a exponer.

Por razones de tiempo y comprensión he dividido la ponencia en dos partes. La primera, la decisiva, es la síntesis ofrecida a discusión. Como se verá he recurrido a citas disponibles en Internet para que cualquiera pueda acceder fácilmente a los textos de apoyo. La segunda se presenta como Anexo, y es una exposición bastante más detenida y precisa sobre una de las aportaciones decisivas de las Américas a la emancipación de la humanidad trabajadora. Una aportación negada directamente, o silenciada y tergiversada por la historiografía burguesa en su conjunto, pero imprescindible para conocer el presente y mejorar la luchas revolucionaria.

2.- INDEPENDENCIA DE PENSAMIENTO

A lo largo de los más de quinientos años de lucha contra la invasión eurooccidental, las generaciones de luchadoras y luchadores de las Américas se han enfrentado a una constante cruel y atroz, terrorista en grado sumo. La definimos en palabras de P. Jay: “Las prioridades de los españoles durante el siglo XVI en el continente americano (…) no era otro que saqueo, adquisición por la fuerza de riqueza que pertenece a otros para transferirla a la propiedad de los saqueadores”[5]. Debemos añadir que esas prioridades se mantuvieron durante los siglos siguientes, hasta su expulsión por parte de los ejércitos independentistas dirigidos por próceres criollos de clases ricas en su inmensa mayoría. Nada más expulsados los invasores españoles a comienzos del siglo XIX, otras dos potencias imperialistas más poderosas todavía, la británica y la norteamericana, así como la francesa pero a menor escala, comenzaron a expandirse por las Américas. No es casualidad que la denominada Doctrina Monroe surgiera precisamente en 1823 cuando la joven y arrogante burguesía yanqui se alarmó por la ingerencia británica en su “patio trasero”. Desde entonces y cada vez con más decisión, otros movimientos emancipadores sustituyeron a los anteriores.

Pero ahora nos interesa dejar resuelto un problema que nos impide seguir adelante. Se trata de la independencia teórica de las izquierdas latinoamericanas para pensar críticamente, para emanciparse de la colonización intelectual y científica eurooccidental. La crítica del “colonialismo científico”[6] ya fue realizada de forma brillante y siempre actual en aquél texto de 1970 editado por la Universidad de La Habana, que debemos repasar una y otra vez. En los cuarenta años transcurridos desde entonces el imperialismo ha redoblado la colonización científica del planeta para extraer a la humanidad trabajadora todo su saber y su cultura con el fin de mercantilizarla y volverla contra ella como arma opresora.

En el texto cubano de 1970 se hace especial hincapié en las técnicas de expolio del conocimiento del pueblo colonizado. R. Zibechi ha mostrado hace muy poco tiempo cómo el imperialismo se apropia de la cultura de resistencia y lucha de la juventud uruguaya mediante “instituciones sociales”, ONGs, etc., subvencionadas por especuladores financieros como G. Soros[7]. En realidad, lo que vertebra al colonialismo intelectual y científico, como a toda política colonial, es la violencia, en este caso la muy correctamente definida “violencia epistémica”[8] por cuanto impone el sistema conceptual del colonizador mediante la violencia cultural imperceptible a simple vista.

Uno de los efectos más destructores de la colonización intelectual es el autodesprecio, la falta de autoestima, la aceptación cegata de la superioridad “intrínseca” de la “cultura occidental”. A partir de aquí, la colonización científica se transforma en saqueo y expolio intelectual porque esa fuerza de trabajo autóctona ya no quiere ser explotada en su propio país sino que desea serlo directamente en el Estado imperialista que coloniza a su pueblo. Según estadísticas elaboradas a comienzos de 2007, en África: “Hasta 23.000 profesionales sanitarios abandonan anualmente el continente para nutrir hospitales de Reino Unido, Estados Unidos, Nueva Zelanda o Australia”[9].

Pero el problema es más grave, tanto los trabajadores intelectuales autóctonos, colonizados científicamente por la potencia imperialista, como es el caso de sociólogos y otros técnicos –para volver al imprescindible texto cubano de 1970–, como el de expertos en informática, medicina, etc., más recientes, como esos “trabajadores de la sanidad” que huyen de sus pueblos para ser “mejor explotados” en el centro imperialista, tanto éstos como los otros, forman parte y dan cuerpo a los nuevos cipayos-tecnócratas del imperialismo, sobre todo de sus empresas financieras, pero también de todo el entramado empresarial, institucional, cultural y hasta de “ayuda humanitarias” con el vampirismo de las ONGs. Estas castas asalariadas, corruptas y traidoras son las que facilitan el saqueo económico en su forma básica: la evasión de capitales desde los pueblos empobrecidos hasta la gran banca imperialista. África es de nuevo el ejemplo, con esos 1,8 billones de dólares evadidos del continente negro en últimos cuarenta años[10].

Hemos recurrido a datos sobre África para dar una idea más amplia de la estructura mundial de la colonización científica y del autodesprecio y autoodio que genera más temprano que tarde entre las elites intelectuales de estos pueblos y, a partir de aquí, entre amplias capas. Recuperar la independencia de pensamiento teórico y científico, de creación intelectual, es un paso necesario e imprescindible que debe ir unido a las luchas de todo tipo. Pero la casta intelectual creada por las relaciones de poder y dependencia inherentes a la dominación imperialista, no puede generar un pensamiento propio ya que su forma de vida ha sido creada por esa lógica extranjera que busca maximizar el saqueo y el beneficio. La casta intelectual es una pieza clave en la imposición a los pueblos oprimidos de los efectivos sistemas de control de las investigaciones en I+D+i por las transnacionales que monopolizan la tecnociencia y sus efectos políticos, económicos, militares, éticos y morales[11]. Unas transnacionales que, en contra de lo que dice su propaganda, son en realidad fuerzas que controlan, dirigen y reprimen el potencial creativo del método de pensamiento científico-crítico[12].

La colonización científica es parte de la colonización psíquica y ética de la casta intelectual, está dentro de sus cabezas y sentimientos, y la amenaza siempre presente de perder sus privilegios salariales y sociales que les distancian del resto de la población, esta amenaza es una forma muy poderosa de violencia cultural y política. Como efecto de todo esto, cuando la industria político-mediática eurooccidental produce en serie modas ideológicas “progresistas” –Laclau, Mouffe, Luhmann, Negri, Hardt, etc.– la casta intelectual se precipita sobre esas mercancías simbólicas de usar y tirar, las consume con ansia y se convierte en su divulgadora y vulgarizadora dentro de los sectores militantes menos formados y menos críticos, más dependientes del “líder intelectual” extranjero que del pensamiento teórico elaborado en su propio pueblo y en base a sus propias luchas.

La obtención de la independencia de pensamiento, requisito para valorar las aportaciones de las personas próceres de las Américas a la emancipación general humana, debe superar también un problema consustancial a la ideología burguesa: el de la relación entre el pensamiento y la propiedad privada. Solamente desde una praxis marxista puede desarrollarse un pensamiento independiente porque éste sólo existe cuando supera determinadas barreras que nos remiten a la explotación de la mayoría por la minoría: opresión patriarcal, división entre trabajo manual y trabajo intelectual, propiedad privada y alienación. Las cuatro nos remiten a al problema del trabajo humano. Además, la independencia de pensamiento no puede desarrollarse en todo su potencial si carece de un aparato decisivo como es el Estado. La experiencia de Cuba así lo confirma[13], al igual que lo hacen las más agudas reflexiones sobre los problemas a los que se enfrenta la cultura popular en las Américas, en peligro de desaparición por el ataque de la cultura imperialista[14]. Las Américas están avanzando rápidamente en este campo decisivo, por lo que no es tan cierto que sea un “continente sin teoría”[15], sino que es un continente que ya está aportando teóricamente a la emancipación humana general.

La cuádruple barrera al desarrollo de un pensamiento crítico e independiente –patriarcado, escisión mente/mano, propiedad privada y alienación– nos remiten, como hemos dicho al problema del trabajo y más concretamente a su explotación. Una de las desgracias históricas de América consiste en que el comienzo de la invasión europea es a la vez el comienzo de la formación de la ideología burguesa, de eso que se denomina “modernidad” y que según Dussel surge desde finales del siglo XV y se caracteriza por anteponer el “ego conquiro” al “ego cogito”, el “yo conquisto” al “yo pienso”. La ideología burguesa surgió inicialmente como la idea de la conquista antes que la del pensamiento, en el sentido de la ciencia mecanicista del siglo XVII, del “cogito cartesiano”. La opresión de las Américas se ha basado antes en la conquista y en la violencia, que en el pensamiento y en la civilización. Una violencia consustancial al eurocentrismo que Dussel resume así: se cree superior a las demás culturas, lo que le impulsa a “civilizarlas” según su exclusivo modelo europeo para lo que no duda en aplicar la “justa violencia” en bien de los atrasados, de modo que la muerte de algunos bárbaros que se resisten es un precio inevitable de la “modernización” que exime a Europa de toda culpa, cargando la responsabilidad sobre los contumaces primitivos[16].

Para Osborne el eurocentrismo es una constante desde el siglo XVI que se basa en el desprecio de las demás culturas. Pero lo malo del eurocentrismo es que esto le impide a la cultura eurooccidental conocer realmente a las otras culturas, lo que hace que la burguesía eurooccidental imponga por la fuerza, mediante una “brutalidad indescriptible”[17] sus criterios a los restantes pueblos. Para D. Bensaïd el eurocentrismo empezó a imponerse en el siglo XVII para triunfar en el s. XIX, siendo una característica suya el infantilizar a los pueblos que domina, y aunque en el siglo XX ha reconocido formalmente algún tipo de derecho abstracto de autodeterminación y soberanía a estos pueblos sigue definiéndolos como “menores” bajo tutela occidental[18].

Viendo esto es comprensible que las culturas despreciadas e infantilizadas terminen desarrollado un sentimiento de vergüenza de sí mismas, de nula o muy baja autoestima, de autoodio y autodesprecio, muy típicos en la casta intelectual. Sin embargo, como demuestra Claudia Korol, en las Américas existe una muy fecunda interacción entre las luchas de todo tipo y el pensamiento revolucionario[19]. La importancia del texto de esta autora no radica sólo en su contenido, que desautoriza precisamente la creencia eurocéntrica en la inferioridad cultural de los pueblos amerindios, sino también en la presencia de la explotación patriarcal y de la lucha antipatriarcal como un componente más de la interacción en pensamiento crítico y luchas sociales. Teniendo en cuenta que el sistema patriarcal, con sus adaptaciones, es una de las barreras que impiden el desarrollo del pensamiento independiente, la aportación de Claudia Korol es muy valiosa.

Hemos llegado así al final de este punto primero, estudiando porqué tenemos que desarrollar nuestro propio pensamiento, libre e independiente de las trabas ideológicas burguesas, capaz de sacar a la luz las grandes aportaciones de las personas próceres latinoamericanas. Si nos moviéramos en el sistema cultural dominante, nuestra reflexión se limitaría a simples tópicos aceptables por el orden imperialista, sin carga radical, revolucionaria. Ahora, podemos presentar ya la primera constante de los próceres: su autoestima y su orgullo en cuando seres que se enfrentan a la opresión, en cuanto personas que no aceptan el servilismo de los colonizados mental y físicamente. Es cierto que, como veremos, esta virtud humana de la lucha contra la explotación se materializa de diversas formas en las tres fases, en la de las resistencias de las naciones y pueblos autóctonos a la invasión española, en la de las luchas por la primera independencia a comienzos del siglo XIX, y en la de la lucha por la segunda independencia desde la segunda mitad del siglo XX hasta ahora.

Pero a pesar de sus formas sociales e históricas diferentes, lo que sí es cierto es que, como Marx dijera en su tiempo, el ideal de felicidad es la lucha, la idea de desgracia es la sumisión y el servilismo es el defecto más detestable[20]. Fue también Marx el que denunció son piedad alguna la “prudente moderación” de los intelectuales burgueses de su época, a quienes “no les importan las contradicciones (…) y acaban formando un revoltillo sobre la mesa de los compiladores”[21], porque su pensamiento se quedaba inmóvil en la superficie de los problemas sociales, de las contradicciones, no atreviéndose a profundizar y bucear hasta encontrar su raíz, sus causas. Ninguna persona será independiente cuando está atada por las cadenas del servilismo al amo y de la sumisión al explotador, cuando su ideal de vida es la obediencia al poder injusto. Nadie tendrá un pensamiento crítico, propio e independiente cuando está atado por la “prudente moderación” ante las causas de la injusticia y del expolio.

Recordemos al prócer San Martín: “Seamos libres. Lo demás no importa nada”. No puede haber pensamiento humano en el pleno sentido de la palabra sin praxis de felicidad y libertad humana, es decir, de lucha contra la sumisión y el servilismo. Los y las próceres de las Américas tuvieron estos principios ético-morales como fuerzas rectoras de sus vidas, aunque se expresasen en sus condiciones objetivas y subjetivas, y con las inevitables contradicciones y limitaciones personales. Lo decisivo es que los sectores más decididos aplicaron medidas tan contundentes como el “Decreto de Guerra a Muerte”[22] dictado por Bolívar en 1813; y mantuvieron organizaciones clandestinas como la Logia Lautaro[23], en honor de un indómito prócer indígena nombrado jefe de guerra por su pueblo, imprescindibles para defenderse del terror reaccionario de los ocupantes. Sin embargo y por ello mismo fueron sinceros y magnánimos. Bolívar escribió en 1813:

“Nosotros somos enviados a destruir a los españoles, a proteger a los americanos, y a restablecer los gobiernos republicanos que formaban la Confederación de Venezuela. Los Estados que cubren nuestras armas, están regidos nuevamente por sus antiguas constituciones y magistrados, gozando plenamente de su libertad e independencia; porque nuestra misión sólo se dirige a romper las cadenas de la servidumbre, que agobian todavía a algunos de nuestros pueblos, sin pretender dar leyes, ni ejercer actos de dominio, a que el derecho de la guerra podría autorizarnos (…) A pesar de nuestros justos resentimientos contra los inicuos españoles, nuestro magnánimo corazón se digna, aún, abrirles por la última vez una vía a la conciliación y a la amistad; todavía se les invita a vivir pacíficamente entre nosotros, si detestando sus crímenes, y convirtiéndose de buena fe, cooperan con nosotros a la destrucción del gobierno intruso de España, y al restablecimiento de la República de Venezuela”[24].

3.- DEFENSA DE LO COMUN Y LO COLECTIVO:

Hemos dicho al comienzo que la primera fase histórica de las y los próceres de las Américas será expuesta largamente en un anexo al final de estas pocas hojas. La razón es muy simple. La historia oficial, creada primero por los invasores y después por las clases dominantes, ha estado y sigue estando interesada en negar la existencia de una impresionante y muy larga experiencia histórica de resistencia colectiva a la dominación extranjera. Los puntos básicos de esta resistencia giran alrededor de la defensa desesperada de la propiedad colectiva y, después, de la propiedad de los modos de producción incaica y mesoamericana que existían en las zonas más ricas y evolucionadas de las Américas a finales del siglo XV del calendario europeo. Ambas resistencias presentan enormes retos teóricos a la historiografía dominante tanto en su vertiente abiertamente burguesa como en su vertiente socialdemócrata, reformista y “progresista”.

Semejante experiencia exige una exposición algo más detallada por dos razones: una, porque sin ella no se comprende buena parte del presente latinoamericano y por extensión de las resistencias crecientes que los pueblos que todavía conservan tierras colectivas y comunales oponen al imperialismo en el mundo entero, o quieren recuperar las que les han sido arrebatadas a la fuerza. Verdaderas guerras por los “bienes comunes”[25], como dice muy bien R. Zibechi. Sin apurar la lista y mirando del sur al norte del continente americano, tenemos ahora mismo la permanente agresión a la nación mapuche, sometida a múltiples tácticas violentas[26] para quitarles sus territorios; la lucha de las naciones de la Amazonía para detener la penetración blanca arrasadora[27], y la lucha más del la nación kikapú[28] que viene resistiendo a los europeos desde el siglo XVIII y que ahora se organiza para no disolverse como humo en el capitalismo yanqui.

Pero queremos detenernos un poco en las recientes luchas masivas bolivianas en contra del expolio extranjero del gas a nivel estatal y del agua en la región de Cochabamba, nos confirman de nuevo lecciones teóricas importantes para la emancipación humana. Vemos, primero, la confluencia de intereses comunes por parte de diversos pueblos[29] integrados en el Estado boliviano, con sus lenguas y culturas; segundo, renace el problema de las relaciones entre la lucha nacional y la lucha de clases[30]; tercero, la memoria de viejas agresiones nacionales desde su mismo nacimiento como Estado independiente[31] azuza las luchas; y, por último, como ejemplo, la misma cantidad de gas cuesta a un boliviano 8,4$ y sólo 0,126$ a las multinacionales extranjeras[32].

La crisis boliviana que estamos analizando proviene de que ese expolio está legalmente permitido porque la tierra y sus riquezas subterráneas fueron anteriormente privatizadas recurriendo a múltiples violencias y a trucos, como los descritos por el informe de 1929 de los comunistas bolivianos: “El despojo de sus tierras comunarias se efectúa de diferentes maneras, pero siempre a base del engaño, siendo uno de los medios favoritos el crédito, fomentado con la provisión del alcohol y otros artículos perniciosos, con los deben hacerse celebraciones religiosas y disipaciones de toda índole. Una vez que obtienen sus objetivos los acreedores –clases medias y acreedores–, se valen de todos los recursos legales e ilegales para consolidar las usurpaciones que efectúan”. Como respuesta, los pueblos originarios se levantan y se enfrentan a esas injusticias con un objetivo muy preciso según el informe al que estamos recurriendo: “el indio es capaz de todo sacrificio cuando se trata de la recuperación de sus tierras”[33].

La otra razón consiste en que la juventud trabajadora que se está sumando a la revolución en las Américas tiene una visión compleja y contradictoria de este pasado-presente de lucha. Por un lado, la mentirosa falsificación histórica realizada por la burguesía, y por su cine; de otro lado, una visión romántica y hasta ecopacifista resto del “buen salvaje” roussoniano, con todos sus defectos; y por último, un ideología mecanicista y lineal del proceso histórico, heredada de los manuales de la URSS, que ignoraban las complejidad de las interacciones entre los modos de producción y las formaciones económico-sociales, y dentro de ésta el papel que podían y debían jugar los “pueblos atrasados”. Una recuperación del mejor[34] Mariátegui –otro de los próceres que reivindicamos– es imprescindible para engarzar en nuestra lucha diaria las lecciones aportadas durante cinco siglos de guerras por los “bienes comunes” realizadas por centenares de miles de próceres anónimos, guerras y conflictos irreconciliables con el imperialismo porque expresan el antagonismo entre la propiedad común de las fuerzas productivas y la propiedad privada, o dicho en otros términos, la necesidad de recuperar para el proyecto comunista las experiencias de la lucha en defensa de los “bienes comunes”.

Para comprender mejor la importancia de este problema vamos a poner el ejemplo de la lucha revolucionaria en México. La vibrante y hasta sobrehumana historia de las luchas revolucionarias mexicanas ha sido indiferente para el marxismo eurocéntrico y rusocéntrico. Exceptuando las películas yanquis sobre los “románticos bandoleros” mexicanos, sobre Pancho Villa y Zapata, el resto es ignorado. Si la revolución de 1910 apenas fue seguida por el marxismo en su tiempo, menos aún lo fueron las luchas anteriores, prácticamente desconocidas. Por ejemplo, las luchas de los pueblos mayas que habían resistido a los invasores españoles desde el principio, logrando que bajo la ocupación española tuvieran que hacer algunos trabajos para los conquistadores y pagar algunos impuestos. Pero con la independencia criolla, burguesa, el nuevo poder mexicano aumentó los impuestos directos e indirectos; las leyes de todo tipo y especialmente las que controlaban los matrimonios y bautizos, aumentando sus costos económicos; el derecho de los ganaderos a que su ganado pastase en algunos campos de maíz, etc.

Todo esto fue aumentando el malestar indio sobre todo en el Yucatán: “Pero el descontento indígena surgió sobre todo de la imposición de la autoridad de los blancos y de la amenaza que ello implicaba para su modo de vida. Así, con la agresión a los campos de maíz se atacaba una necesidad tanto económica como religiosa de los mayas. Es necesario recordar que para este pueblo el maíz no era sólo un ingrediente básico de su dieta (con él elaboraban algunas de sus comidas más apreciadas como tortillas de maíz, tamales, atole,…) sino también un obsequio de los dioses, lo que convertía su cultivo en un deber sagrado para el pueblo. Por otra parte, el aislamiento en que tradicionalmente habían vivido estas comunidades fomentaba su espíritu de independencia y su resistencia al cambio. Otra medida que la población indígena percibió como una amenaza fue el reclutamiento forzoso de sus varones para el ejército y las milicias mexicanas”. Bajo estas condiciones se creó un sentimiento de solidaridad entre las comunidades indias y por fin, tras un proceso ascendentes de tensiones y conflictos, en 1847 estalló una gran contienda armada que duró hasta 1855. Los indios fueron ayudados por mestizos y mulatos, y “los insurrectos tomaban su desquite contra el clero y la aristocracia locales”. Aunque los mexicanos lograron impedir la secesión del Yucatán, los independentistas indios, mestizos y mulatos gozaban “del apoyo de la comunidad entera y podían aguantar grandes pérdidas en el combate, así como el hambre o la enfermedad”. Lograron algunas reivindicaciones, como la reducción de impuestos y mantener en su propiedad la parte oriental de la selva, pero no otras como las reclamaciones de tierras[35].

Pero los pueblos indios volvieron a un “constante estado de agitación” sobre todo en Yucatán, Sonora y Michoacán, y en muchas regiones los bandoleros, que a partir de 1862 crecieron con soldados licenciados, empezaron a relacionarse con los grupos armados de rebeldes campesinos para resistir mejor a la alianza del gobierno con los terratenientes regionales. Al estallar la revolución mexicana en 1910, los bandoleros se sumaron a los rebeldes porque habían ido impregnándose de un sentido de protesta contra la injusticia[36]. La imbricación entre naciones indias, campesinado mestizo y campesinado blanco empobrecido se realizó también sobre la explotación de tierras comunales que, mal que bien, continuaban existiendo. Sin embargo, a finales del siglo XIX, la política socioeconómica del dictador Porfirio Díaz (1876-1910) sólo había beneficiado a la alianza existente entre los grandes terratenientes-latifundistas y alta burguesía y los intereses estratégicos de los EEUU y en menor medida del Estado francés: “Toda esta situación lleva a los trabajadores humildes del país a una situación desesperada, puesto que hace oídos sordos a toda protesta, especialmente cuando empieza la explotación agraria con la expropiación fraudulenta de las tierras comunes”[37]. Y estalla la revolución mexicana.

Para acabar esta explicación inicial, debemos decir que el concepto de “propiedad” no siempre ha sido el burgués ahora dominante. Por ejemplo, en palabras de D. Rodríguez: “…para los integrantes del pueblo mapuche, como sucede con otros pueblos indígenas de Argentina y América, el vocablo “tierra” no guarda el mismo contenido que para el hombre “winca” o blanco. Para este último, un simple pedazo de campo no suele ser más que un bien susceptible de un valor económico y, como tal, intercambiable por otros bienes o por dinero. Los mapuches, en cambio, hallan más representado su sentir en el término “Territorio”, puesto que el mismo corresponde al espacio necesario y esencial para el desarrollo y transmisión de su cultura ancestral. Allí es donde se encuentran sus raíces (“tuwún”) y donde toman sentido sus celebraciones religiosas. Allí también se encuentra su “kupalme” o linaje familiar en función de que se hallan los “chenques” (sepulturas) de sus antepasados, razón por la cual es el sitio señalado por su cultura para su desarrollo personal y espiritual. Estos elementos hacen que la tierra tenga, para la cosmovisión mapuche, una connotación de enorme relevancia, puesto que sin tierra no hay cultura, sin cultura no hay identidad y sin identidad la existencia carece de sentido”[38].

Otros estudios de han confirmado lo mismo, así, por ejemplo, para los indios siux “la propiedad personal de la tierra era algo imposible de concebir (…) La tierra era una de esas cosas evidentes que no podían poseerse (…) la tierra era reverenciada por ser la fuerza maternal de los Grandes Poderes de la que vienen todas las cosas. Era claro que nadie podía hacer algo que menguase aquélla tierra, algo que la hiciese menor para todos aquellos mocasines que caminaban sobre ella, ni para todos aquellos cuyas huellas todavía tenían que venir”[39]. Sin entrar ahora al debate sobre la vigencia científica del concepto de modo de producción del comunismo-primitivo, vigencia que asumimos como cierta, lo que también es verdad que este concepto nos explica mejor que ningún otro la razón de la resistencia de los pueblos que gozaban de la propiedad comunista-primitiva de la tierra a que ésta fuera privatizada por los conquistadores extranjeros.

Las relaciones con el territorio han de ser estudiadas en cada caso concreto por razones obvias. En algunos casos, los pueblos han logrado mantener sus relaciones simbólicas con el territorio aunque éste les haya sido expropiado y privatizado por los invasores. Este es el caso de los Aymara actuales, propietarios colectivos de las tierras de los Andes. Antes de la invasión inca y española, los Aymara repartían las tierras comunales mediante un acto religioso que legitimaba todo el sistema, que permitía la explotación particular pero no privada de la tierra. La introducción del arado de bueyes no destruyó este sistema aunque permitió a los propietarios de una yunta usufructuar más tierra comunal que a los carentes de bueyes. Pero el sistema se mantuvo hasta la expropiación de las tierras. Sin embargo, no desapareció el apego simbólico a la destruida propiedad comunal Aymara ya que en una fecha determinada las colectividades realizan la ceremonia tradicional para seguir recordando y actualizando sus elementales señas de identidad[40].

Pero volvamos al presente. Entre el 15 y 17 de julio de 2006, durante el I Tantachawi/ Congreso Fundacional de la Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas, se reunieron en Cusco organizaciones representativas de las Nacionalidades y Pueblos Quechuas, Kichwas, Aymaras, Mapuches, así como de los Cayambis, Saraguros, Guambianos, Koris, Lafquenches, Killakas, Urus, Larecajas, Kallawayas, Chuwis, Chinchaycochas, K´anas, y demás Pueblos Indígenas Originarios de la región Andina. Entre las decisiones tomadas queremos destacar aquí estas: declarar la intangibilidad de los territorios de los Pueblos Indígenas; oponerse a la privatización y mercantilización del agua y de la madre tierra, y, expulsar a las transnacionales de sus territorios, además de reivindicar el derecho a la autodeterminación, etc.[41] Desde el método marxista que vertebra esta ponencia, no tenemos reparo alguno en definir como próceres de las Américas a los representantes de estas naciones originarias.

4.- LA MUJER COMO REVOLUCIONARIA:

Realizada esta explicación y a la espera del anexo posterior, avanzamos al encuentro de otro colectivo de próceres igualmente olvidado cuando no desprestigiado por la historia oficial, y también por la reformista. Nos referimos a las próceres que lucharon por las libertades de los pueblos indígenas, a las mujeres originarias que no dudaron en enfrentarse a los españoles desde que éstos pisaron las tierras americanas. Carmen Hernández indica que: “Colón y su ejército de forajidos encontraron también una feroz resistencia de mujeres y hombres indígenas. En tierras venezolanas al norte de Barquisimeto, Ana Soto, indígena convertida luego en cacica por su intrépida bravura, jefa gayón y de los camagos, forma parte de esa legión del heroísmo de las mujeres indígenas, primeras en el suelo en que nacieron en enfrentarse al dominio colonial español. La aguerrida y astuta Orocopay demostró gran valor y resistencia al coloniaje. Las heroicas Apacuana y Urimare, quienes también resistieron con gran valentía la invasión de sus tierras, fueron solo algunas de las indígenas que en tierra venezolana no se rindieron y pagaron con sus vidas revelarse a las pretensiones del imperio español”[42]. Otras investigaciones sacan a la luz la costumbre de las mujeres indígenas en sociedades comunales de participar en las guerras de sus pueblos, y la tremenda derrota y retroceso que supuso para ellas la victoria de los invasores españoles[43].

Pero estas investigaciones tan valiosas sobre el papel de las próceres indígenas ya en las primeras luchas contra la invasión, encuentran muy fuertes resistencias dentro de la historiografía progresista. La razón no es otra que la despreocupación de la denominada “situación del indio”, que lleva a ignorar su historia, sobre todo las de las mujeres. Por ejemplo, según aumentaban las exigencias tributarias españolas, eufemísticamente denominadas “reformas”, en el último tercio de dicho siglo: “Toda Sudamérica presentó una resistencia contra el reformismo pues la nueva planta fiscal afectaba a los distintos grupos sociales. Es curioso, pero no anecdótico, que en los movimientos antirreformistas aparezcan por primera vez las mujeres americanas en la vanguardia de las protestas, lo que quiere decir que los impuestos afectaron a grupos de producción de segunda fila, alejados de la gran economía minera y de haciendas. Al aumentar la base tributaria aprisionó dentro de ella a pequeños productores muchos de los cuales eran mujeres que ayudaban a la economía doméstica”[44].

Como vemos, no se hace ninguna referencia a la historia anterior de las mujeres indias, a sus luchas. Se afirma que las mujeres aparecieron “por primera vez” en la vanguardia de las protestas en aquella época, lo que indica que hasta entonces a lo sumo habían estado en la retaguardia, lo cual no es cierto. La especificidad de la irrupción de las mujeres criollas en la lucha fue debida a las nuevas explotaciones socioeconómicas y políticas endurecidas por el ocupante español. Es decir, lo mismo, en esencia, que motivó la radicalización independentista en Centro y Sudamérica, como ha demostrado contundentemente N. Martínez Díaz[45], insistiendo en la importancia del “libre comercio” para la ascendente burguesía criolla; y lo mismo en esencia, que lo reconocido por la corriente historiográfica española y españolista, con tintes racistas incluidos, al respecto[46]. El “libre comercio” planteaba nuevas exigencia a las mujeres criollas que respondieron a la altura de sus necesidades, como lo habían hecho y seguirían haciéndolo las indígenas y campesinas, y más tarde, con la formación de la clase trabajadora urbana, las mujeres proletarias.

Ahora bien, por debajo de esas diferencias socio históricas, existía una irrompible conexión entre las primeras próceres indígenas y las segundas, las criollas: ambas estaban aplastadas por el sistema patriarcal, ambas eran violadas cuando no asesinadas por los invasores españoles por la simple razón de ser mujeres. Y lo que es más significativo, en el presente todos los datos indican que cuando los ejércitos violan masivamente, como en el Estado mexicano de Guerrero[47], son las indígenas las que más adelante llevan sus protestas y exigencias de justicia a pesar de las amenazas de que son objeto.

Pero esta constatación no es óbice para que dejemos de reivindicar a las próceres de la primera independencia, descritas así por Alba Corosio: “Guerreras: en el momento necesario ellas cargaban el fusil y salían a pelear, Las hubo que pusieron sus pechos desnudos ante el pelotón de fusilamiento para salvar a sus hombres, hasta tuvieron sus hijos en lo peor de los combates.

Cocineras y Aguateras: Llegaban a los pueblos y encendían los fuegos. Entre el humo y el fuego de los combates se percibían sus borrosas siluetas andrajosas, emponchadas, llevando cántaros de agua para los agonizantes y fuentes de comida para los hambrientos.
Enfermeras y Curanderas: ellas estuvieron en el nacimiento de las patrias americanas socorriendo heridos, ayudando a morir, sepultándolos y rezando por ellos, todas eran expertas en el uso de hierbas y tisanas”[48].

Pero tras la victoria, el sistema patriarcal recuperó con rapidez el poder que había cedido a las mujeres, a las próceres, para usarlas como carne de cañón, traicionándolas casi de inmediato:
“Cuando cesaron las batallas los tradicionales grupos marginados de la sociedad -indígenas y mujeres-, que sirvieron a la causa independentista, fueron devueltos a la esfera de exclusión social -del poder y del saber- que habían ocupado durante los siglos del coloniaje. En el caso de las mujeres, con el tradicional pretexto de las funciones y responsabilidades propias de su sexo fueron nuevamente recluidas en sus hogares o en los conventos, relegadas del escenario público que les había servido para conseguir una emancipación que era de sus pueblos pero también de sí mismas. Las grandes protagonistas, casi siempre desterradas, exiliadas y calumniadas, murieron solitarias, en la pobreza y se borró toda huella de su memoria. El objetivo de igualdad que sirvió de base ideológica a las luchas libertarias se diluyó con la toma del poder por parte de los criollos ilustrados, que continuaron el pasado colonial sobre estos grupos otra vez marcados por la exclusión, el olvido o el silencio. Algunas excepcionales mujeres patriotas protagonistas de gestas notables y que conquistaron los grados militares como fruto de los conocimientos y energía puestos en defensa de la emancipación, cuando la historia las mostró fueron recuperadas como la amante del libertador Bolívar -Manuela Sáenz-, la esposa del guerrillero Manuel Padilla -Juana Azurduy-, la mujer de Túpac Amaru -Micaela Bastidas-, etc. Los bronces de las plazas y los libros de texto son ejemplo evidente de la historia oficial, contada en masculino y jalonada sólo por las acciones heroicas de algunos varones”[49].

La tragedia vital de la mayoría de las próceres de la primera independencia no se diferencia en nada de la suerte corrida por tantas y tantas mujeres que lucharon por la libertad de sus pueblos, clases y de su sexo y que, al final, tras la victoria, fueron derrotadas por el sistema patriarcal que había recuperado su poder en las nuevas condiciones sociales, pese a haber sido una fuerza determinante en el mantenimiento de la vieja explotación. El sistema patriarcal tiene la enorme astucia y capacidad de movilización masas machistas y sexistas como para, después de ser vencido, recuperarse, aliarse con los nuevos poderes y, sin compasiones, vengarse de las mujeres que le habían derrotado antes, aplastándolas. La derrota de las próceres, y de las mujeres en su totalidad, era el exponente más claro de la derrota de las clases campesinas, de la clase esclava y de los pueblos originarios que, en su mayoría excepto en las conquistas sociales apoyadas por Bolívar, Artigas y otros próceres, vieron cómo seguía igual su vida explotada o empeoraba.

Pero debemos hacernos una idea de la capacidad de recuperación y adaptación al presente de los ideales emancipadores incluso en las explotaciones más antiguas y persistentes, precapitalistas, como son la patriarcal y la etno-nacional. Tenemos, de nuevo, la aportación del prócer Mariátegui con su artículo de 1924 sobre el nacimiento y desarrollo del feminismo en Perú, texto muy adelantado para su época[50] y que demuestra cómo se expandía esta decisiva reivindicación. Saltando al presente, tenemos a las mujeres mapuches que sufren una triple explotación: como mujeres, como mapuches y como trabajadoras asalariadas dentro del capitalismo. Los antiguos ideales de liberación han tenido que, basándose en su pasado, estudiar las contradicciones capitalistas, y la actual opresión nacional y patriarcal, es decir, cómo las oprime, domina y explota el sistema patriarco-burgués actual tanto blanco como mapuche. Llanca Marín lo expresa así:

“El rol de la mujer ha sido fundamental y protagónico en la lucha por los derechos del pueblo Mapuche. No se puede negar e invisibilizar esto al interior del movimiento. Lo primero que debe erradicarse es la inequidad interna a través de la modificación de aquellos usos y costumbres (quizás adquiridos) que perjudican a las mujeres, entenderse que la mujer mapuche ha estado a la par con los hombres, gestando el movimiento, luchando por la consecución de los derechos como integrantes de la sociedad y sobre todo como mujeres. No es difícil darse cuenta de la invisibilidad. Varias organizaciones y reconocidos dirigentes la promueven. Nombre de producciones musicales denominadas “Newen peñi” (newen: fuerza, peñi: hermano hombre). Consignas articuladas desde lo interno… A la lucha pu peñi, Marichiwew peñi. Nombres de organizaciones con identificación exclusivamente masculina o el trasplante de conceptos políticos-machistas: Mapuche traducido como hombre/varón de la tierra), Wall mapu traducida como patria. La reivindicación por los derechos, la justicia, la equidad y el respeto que se exige empieza por casa. Se habla de reconstruir la “patria” Mapuche y ¿quién dice que debe ser patria que significa lo que es del pater/padre? El seno de nuestra existencia es la Mapu Ñuke, la madre tierra, nuestra MATRIA y nuestro espacio físico es el wallmapu”[51].

5.- TRES LECCIONES PRÁCTICAS:

La grandeza de las y los próceres de la primera independencia radica en que supieron elaborar un pensamiento criollo que terminó siendo independiente en la cuestión decisiva, la del poder, aunque no pudieron por razones de contexto histórico objetivo superar el límite del pensamiento social progresista de la época, aunque algunos próceres sí lo lograron, sobre todo los dirigentes de la revolución haitiana y otros, como Túpac Amaru II, Bolívar, Artigas, etc. La historiografía española ha sobredimensionado la influencia de las revoluciones norteamericana y francesa, ambas burguesas, en la radicalización sociopolítica de los y las próceres, a la vez que sugiere o dice explícitamente que la lucha independentista sólo prendió cuando sus dirigentes se dieron cuenta de la extrema debilidad militar y económica del ocupante español, que a su vez era ocupado por las tropas napoleónicas en su propio territorio. En suma, el grueso de la historiografía española y mucha de la eurocéntrica minusvalora o desprecia abiertamente la capacidad creativa del pensamiento rebelde en este continente. Siendo cierto que algunos contados sectores de la intelectualidad criolla sí fueron influenciados por las ideas burguesas, sobre todo en su estancia en Londres para obtener apoyo militar, lo fundamental es que tanto la mayoría de las y los revolucionarios cómo el núcleo de sus ideas fueron creación latinoamericana.

La mejor forma de hundir estas patrañas es recurriendo a la crítica histórica. Nos bastarán tres ejemplos. Uno de ellos es el de la lucha revolucionaria de liberación nacional indígena dirigida por Túpac II en 1780. Hay que empezar diciendo, junto a Ch. Salas, que Túpac Amaru y toda la revolución andina es una de las experiencias históricas americanas más despreciada y tergiversada por la “ciencia social”[52] dominante, incluida la peruana. El endurecimiento de la explotación como los cambios socioeconómicos más la progresiva formación de una identidad criolla preindependentista, estos y otros factores, hicieron que hacia mediados del siglo XVIII estallasen “en todo el área andina, desde Ecuador hasta Argentina, rebeliones contra la opresión española”[53], destacando de entre todos ellos la dirigida por Túpac Amaru[54].

En este contexto, las ideas de la liberación andina fueron tomando cuerpo en las escuelas de los caciques de Lima y Cuzco, bajo la influencia de autores como Gracilazo. Túpac II debe gran parte de su formación a estas lecciones en las que la crítica del imperialismo español se basaba en la recuperación de las tradiciones incaicas en las condiciones del último tercio del siglo XVIII, cuando se había endurecido sobremanera el saqueo con las medidas borbónicas destinadas a recuperar la debilitada economía española. Además de otras reivindicaciones, esta revolución también supuso la liberación de los esclavos, la negación de los impuestos a la Iglesia española, el proyecto la independencia americana del reino español, etc., pero: “En este programa existe una ausencia: la cuestión de la tierra. Túpac no reclama la devolución de las haciendas agrícolas confiscadas a las masas indígenas durante siglos, un punto clave para solidificar la rebelión e incluso ganar a las capas desposeídas”[55].

Según M. Lucena Salmoral las cinco reivindicaciones de Túpac Amaru eran: suprimir las aduanas, la alcabala y la mita; extirpar “todo género de pensiones a mi nación”; crear una audiencia en Cuzco; suprimir los Corregidores y los repartimientos y, último, nombrar un alcalde mayor indio en cada provincia indígena[56]. Este autor no llega del todo a la radicalidad práctica del movimiento, limitándose a buena parte de sus reivindicaciones. Si las estudiamos con detalle vemos que, en realidad, destrozan las bases mismas de la dominación española y de la Iglesia católica, aunque al dejar intacta la propiedad de la tierra en manos de los latifundistas criollos no puede resolver el problema crucial. Ahora bien, esta crítica hay que hacerla a todas las revoluciones burguesas de todos los continentes. Tras la derrota de los sublevados a manos de un ejército español de 17.000 soldados, Túpac Amaru fue apresado gracias a la traición de uno de sus compañeros, que lo entregó a los españoles a cambio de dinero y de un título de nobleza[57], siendo “sometido al terrible interrogatorio de Mata Linares. Finalmente fue sentenciado a morir descuartizado por cuatro caballos”, sentencia que se cumplió el 18 de mayo de 1781 en Cuzco[58]. La brutalidad represiva española, legitimada por la Iglesia, alcanzó cotas difícilmente imaginables.

El segundo ejemplo es la lucha revolucionaria de liberación de las masas esclavizadas en Haití. Aunque no debemos mitificar la tendencia de los esclavos a rebelarse, como veremos en el Anexo, pues los amos blancos sabían integrar a otros esclavos en sus aparatos represivos como perros de presa, sí es verdad que los latifundistas y sus Estados vivían en una creciente inseguridad que mermaba sus beneficios últimos. Para los blancos, lo peor de las rebeliones fracasadas, y de las casi constantes huidas individuales, era su efecto de pedagogía concienciadora sobre otros esclavos. La suerte de Haití tuvo y tiene mucho que ver con ello.

La población autóctona de Haití era pacífica, pero de los ocho millones de haitianos vivientes a finales del siglo XV sólo quedaban con vida 50.000 en 1510 que se redujeron a unos pocos centenares antes de 1540, y fueron definitivamente exterminados para finales del siglo XVII. Pero conforme los latifundistas azucareros aniquilaban la población autóctona se veían en la necesidad de crear otro pueblo nuevo fundiendo mediante la explotación esclavista a diversas etnias africanas llevadas a la fuerza a Haití. Para 1789 esta colonia producía el 75% de la caña de azúcar mundial, mostrando una riqueza insultante basada en que uno de cada tres esclavos moría por agotamiento antes de cumplir los tres años de trabajo en la isla. Bajo estas condiciones inhumanas, las luchas iban en aumento imparable impulsadas también por las noticias que llegaban de la revolución francesa. Así, en abril de 1790 los propietarios blancos menos brutales decretaron una Asamblea General a la que sólo podían acudir quienes poseyeran más de 20 esclavos, pero simultáneamente los pequeños propietarios mulatos presionaban para que se reconociesen sus derechos. Ante la negativa de los primeros, los segundos se insurreccionaron pero fueron vencidos básicamente porque al negarse a reconocer los derechos de los esclavos, éstos no se sumaron a la sublevación. La represión blanca ejecutada en febrero de 1791 fue atroz. Fue a partir de aquí cuando los esclavos comprendieron que no tenían otra opción que la guerra y en agosto de 1791 “la insurrección comenzó al llamado de un sacerdote vodú de origen jamaicano, el esclavo Boukman, quien no sobrevivió a los primeros combates”[59].

Sin embargo, en esta primera fase de la revolución la esclavitud aún seguía vigente y sólo fue bajo las extrema amenaza causada por una doble invasión española e inglesa, que además habían intentado atraerse a sectores de esclavos aún no sumados a la revolución prometiéndoles reformas significativas, sólo entonces, el bloque revolucionario formado por negros libres, mulatos y un reducido sector de pequeños propietarios blancos, abolió la esclavitud a finales de agosto de 1793[60]. Las potencias europeas no cejaron en sus provocaciones, ayudadas por las contradicciones internas de Haití, y los franceses enviaron un ejército muy experimentado. Dice Marx que Napoleón envió a esa invasión a los regimientos más republicanos para quitárselos de encima: “para que allí los mataran los negros y la peste”[61]. Las últimas tropas francesas fueron vencidas en noviembre de 1803 y “en enero de 1804, los nuevos dirigentes de la isla recuperaron su nombre indio. “He dado sangre por sangre a los caníbales franceses”, proclamó Dessalines. “He vengado a América”[62], dijo este dirigente revolucionario al proclamar la República de Haití, la primera nación independiente de toda América Latina. Fue el mismo Dessalines el que decretó medidas estructurales para impedir de forma irreversible la vuelta de la esclavitud, también repartió tierras entre los campesinos desposeídos y prohibió que los extranjeros blancos tuvieran propiedades en Haití[63].

La reavivación de la extinguida identidad india precolombina era obviamente imposible tras tantos años de aplastamiento, pero la recuperación del nombre indio de la isla por parte del poder revolucionario de ascendencia africana, esta decisión indica una sólida conciencia de construcción de un país nuevo a partir de la recuperación de la memoria antigua en algo tan esencial como el nombre originario del propio país, aunque ya no sobreviviera ninguno de sus pobladores aborígenes. Este nacionalismo revolucionario era a la vez esencialmente internacionalista: “Haití dio apoyo material así como aliento espiritual a las luchas de liberación en la América hispana. El giro radical y emancipador que adoptó Simón Bolívar en 1815 estaba directamente vinculado al apoyo que recibió de Haití. Tras sufrir una serie de derrotas entre 1811 y 1815, Bolívar apeló al presidente Pétion en petición de ayuda, y este se la concedió bajo la condición de que se comprometiera a liberar a los esclavos de todas las tierras que consiguiera independizar de España. La política emancipadora de Bolívar radicalizó la lucha por la independencia y le hizo entrar en conflicto con muchos republicanos poseedores de esclavos”[64].

Sin embargo, no todas las corrientes progresistas latinoamericanas reconocen esta decisiva aportación de Haití. Es por esto que J. Guerrero acierta cuando, criticando las intenciones que se ocultan en este olvido, reivindica el papel de las masas revolucionarias y de las y los próceres haitianos en la inestimable ayuda prestada a Miranda en 1806 y sobre todo a Bolívar en 1816, ayuda no sólo militar sino a la vez de radical proyecto de emancipación social, de clase, ya que planteaba la urgente necesidad de unir la independencia política a la liberación de la esclavitud, a su fin histórico[65]. Comprendemos ahora el por qué todas las fuerzas conservadoras decidieron acabar con la revolución haitiana a cualquier precio ya que había sido la primera que negaba prácticamente no sólo la propiedad terrateniente y el esclavismo, sino que también, y en muchos aspectos sobre todo, se enfrentaba esencialmente al principio de la Europeidad, que no debemos confundir con la Europa real tal cual existía entonces.

Tiene toda la razón W. D. Mignolo cuando marca las diferencias cualitativas entre los revolucionarios criollos americanos, básicamente Bolívar y Jefferson, formados en y defensores de la Europeidad, pese a las diferencias secundarias entre ellos, y la praxis de los revolucionarios haitianos: “Jefferson negaba a Europa, no la Europeidad. Los revolucionarios haitianos Toussaint l’Ouverture y Jean Jaques Dessalines, en cambio, negaron Europa y la Europeidad”[66]. La crítica práctica de la Europeidad era reforzada además, como hemos dicho, por la recuperación del nombre ancestral de la isla, Haití, en un acto que era mucho más que simbólico. W. D. Mignolo no habla de esta cuestión que, sin embargo, tiene para nosotros una importancia clave ya que expresa la voluntad de los revolucionarios de fusionar en la práctica liberadora dos culturas machacadas por Europa y por la Europeidad.

La diferencia entre Europa y Europeidad estriba en que la primera representa la estructura del poder material crudo, bruto y puro, poder económico, político y militar aplicado generalmente sin contemplaciones; mientras que la Europeidad, que en modo alguno niega lo anterior sino que lo refuerza, representa el poder cultural, normativo y constructor de la “historia verdadera”, la que es impuesta a otros pueblos no europeos como historia única y como “sentido objetivo e inevitable de la Historia”, con h mayúscula. En el tema en el que ahora mismo estamos, el significado de la revolución haitiana, la Europeidad significa el proceso de aparición y desarrollo del desprecio de todo lo africano en sus diversas formas, desde la justificación de la esclavitud inicial por causas religiosas hasta las más recientes “investigaciones científicas” sobre la “diferencia negra”. Recordemos que ya en 1455 el Papa Nicolás V dio permiso a Alfonso V de Portugal para que esclavizara a perpetuidad a todos los habitantes de África por ser “enemigos de Cristo”[67]. Buena parte del imaginario europeo se formó sobre esta base ayudando a construir la ontología, la epistemología y la axiología eurocéntrica, esa misma que durante el proceso de debate del proyecto de Constitución de la UE, reapareció bajo la excusa de introducir una referencia oficial a los supuestos “valores cristianos” de Europa. Pero lo decisivo sólo surgirá con la expansión burguesa posterior. Desde esta visión, y retomando lo que hemos dicho al comienzo, la cultura eurocéntrica es incapaz de entender qué son, por qué surgen y qué quieren las luchas revolucionarias de los pueblos no eurocéntricos.

Con respecto a Haití, O. Acha indica no sólo que la cosmovisión europea fue incapaz de racionalizar qué estaba sucediendo en la isla, sino que además, su historiografía posterior no comprende que: “la revolución en Saint Domingue fue la primera experiencia revolucionaria que expresó la reivindicación de la libertad individual como principio social universal. Las revoluciones norteamericana y francesa no avanzaban sobre las jerarquías y dominaciones reales. Así las cosas, ambas podían coexistir con la esclavitud. En contra de lo que señalaba Hegel en sus Lecciones de filosofía de la historia universal, respecto de que con la historia contemporánea, pensada como “germánica”, la libertad y la eticidad política alcanzaban un equilibrio racional, la realidad sociopolítica euroatlántica parecía obligar a componendas y prudencias cómplices con la dominación. En cambio, fue la revolución de los esclavizados en Haití lo que impulsó de manera incomparable la emancipación y su logro mayor, el fin de la esclavitud. Hoy, cuando se pone en duda que las revoluciones sean las “locomotoras de la historia”, la de Haití renueva la plausibilidad de que los cambios radicales son los facilitadores de avances en la libertad y la justicia”[68].

Haití fue durante esos primeros años una potencia revolucionaria decididamente volcada en la emancipación humana y esto jamás se lo perdonaron las potencias colonialistas y luego imperialistas. El miedo a otras “revoluciones haitianas” se mantuvo vivo durante muchos años en todas las clases dominantes blancas, fueran o no esclavistas, e incluso fue una de las bazas propagandísticas más efectivas del ocupante español en los primeros años de la lucha por la independencia de Cuba a finales del siglo XIX[69]

La experiencia de Haití en la lucha contra la esclavitud vino a confirmar lo decisivo que era para las masas oprimidas disponer de un Estado propio, lo mismo que también lo fue para los pueblos africanos que, con dispar suerte, se enfrentaron a los europeos. Ahora bien, aun siendo decisivo disponer de un Estado propio, también era muy importante la misma lucha, al margen de su suerte última, para fortalecer la autoconfianza de los pueblos esclavizados al extenderse las noticias y las reivindicaciones de las luchas cercanas. Desconocemos si los caribes bajo ocupación francesa y británica en los reductos de San Vicente y Dominica terminaron teniendo información veraz de la emancipación haitiana, aunque es casi seguro que así fuera, pero en todo caso no esperaron a ella para desarrollar sus propias resistencias. Aún tratándose de un escenario muy complejo, según muestra R. Cassá, se mantuvo en las selvas de San Vicente una resistencia armada tenaz hasta 1812 mediante la fusión de caribes con esclavos negros huidos, resistencia que en parte se beneficio de las disensiones entre franceses e ingleses, pero sobre todo de la decisión de lucha de este colectivo humano formado por la mezcla de dos pueblos oprimidos[70].

El tercer y último ejemplo es el de la superioridad militar de los próceres, tema que también ha sido silenciado por la historiografía española. La importancia de la experiencia militar de Bolívar y de Páez, en cuanto supieron romper con los dogmas caducos de la estrategia europea, desarrollando una forma de guerra que desbordó y derrotó a los ejércitos españoles[71], a pesar de su casi permanente inferioridad numérica y técnica. También tenemos que considerar la extraordinaria sabiduría militar del prócer San Martín, capaz de organizar el paso de los Andes y vencer a unos desprevenidos españoles que huyeron a todo correr en febrero de 1817 en la batalla de Chacabuco[72]. Mientras que los pasos de los Alpes por Aníbal y Napoleón son tenidos como ejemplos máximos del arte militar, pasa totalmente desapercibida en la historiografía eurocéntrica la hazaña del ejército independentista dirigido por San Martín en el cruce de los Andes. No debemos olvidarnos de la superioridad del general insurgente Sucre sobre el general español Morales, considerado como el mejor estratega del ejército invasor. Sucre era un estratega genial[73] en el dominio de grandes espacios gracias a la movilidad y a la coordinación previa, todo ello dentro de un plan que Bolívar realizaba con precisión militar.

Por último, hay que reivindicar al prócer Zapata, militar que no fue vencido[74] por ninguno de los poderosos ejércitos lanzados con sus campesinos armados que luchaban por la reforma agraria y la recuperación de las tierras comunales entre 1910 y 1917. En este decisivo punto, que podríamos extender a la brillantez militar cubana, colombiana, etc., tenemos que tener en cuenta que la práctica de la guerra popular y revolucionaria en cualquiera de sus formas sintetiza toda la sabiduría, creatividad y solidez ética del pueblo oprimido frente a ejércitos muy superiores. Las aportaciones bélicas de las clases explotadas, de las naciones y de las mujeres de las Américas están a la altura de las de los restantes pueblos trabajadores que se ponen en pie ante el invasor. Recientemente A. J. Bacevich ha constatado el fracaso militar[75] del imperialismo frente a los pueblos que pretende sojuzgar, y no hay duda de que la experiencia del centro y del sur de las Américas ha tenido mucho que ver en ello.

La triple experiencia narrada muestra, en síntesis, cómo los pueblos americanos eran capaces de elaborar sus programas de liberación sin depender de las ideas europeas, aunque por obvia conexión intelectual objetiva, era inevitable y deseable la divulgación y el contraste. Pero lo que más nos interesa ahora es desarrollar la línea que conecta cuatro dinámicas concretas realizadas por las y los próceres de las Américas entre finales del siglo XVIII y comienzos del s. XIX. Tres de ellas ya las hemos visto, son las revoluciones andina y haitiana, y la maestría militar de los próceres; y cuarta es el internacionalismo de Bolívar, o para decirlo más precisamente, la visión continental de Bolívar, que es consustancial a la de otros muchos próceres. De todas las aportaciones de la historia crítica y revolucionaria de las Américas, la de la dialéctica entre el derecho a la primera independencia, la necesidad de unir un continente para fortalecer la primera independencia frente al expansionismo norteamericano, y el internacionalismo de la segunda independencia, esta aportación, es una de más actuales.

6.- CINCO LECCIONES TEÓRICAS:

Lo que vertebra internamente la aportación global de las y los próceres latinoamericanos a la lucha revolucionaria mundial a comienzos del siglo XXI es el potencial de emancipación inserto en la visión continental de Bolívar, visión sorprendentemente actual y productiva que necesitó de muchas experiencias para tomar cuerpo definitivo en un revolucionario que era a la vez internacionalista e independentista desde sus inicios y que terminó siendo continentalista. Sin dudarlo, ahora Bolívar sería acérrimo defensor de una perspectiva mundial de la lucha entre los pueblos trabajadores y el imperialismo. R. A. Verrier[76] ha concentrado lo mejor de la visión política de Bolívar entre los años del Manifiesto de Cartagena de 1812 y de la Carta de Jamaica de 1815, pero añade con razón que son los años transcurridos desde 1822 hasta 1826, y en general hasta su muerte, cuando se desarrolla todo el potencial internacionalista y antiimperialista contenido en su proyecto histórico. Desde esta perspectiva, la correcta a nuestro entender, no es casualidad el que Bolívar organizase la reunión de Panamá al poco de conocer los planes expansionistas de los EEUU.

Bolívar comprendió la necesidad urgente de realizar el Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826, tres años después de que John Quincy Adams, declarase que centro y Suramérica eran el “patio trasero” de los EEUU, tesis que fue definida como Doctrina Monroe. Según ella los EEUU tenían el derecho de intervenir en su “patio trasero” cuantas veces lo estimase necesario para salvaguardar sus intereses. La relevancia de este Congreso como la primera reunión antiimperialista del mundo, no se le escapa a nadie, sobre todo teniendo en cuenta que Bolívar “Expresamente ordenó no invitar a los Estados Unidos al Congreso, sin embargo con la traición enraizada que padecemos en América Latina, Francisco de Paula Santander procedió a invitar al país del norte”[77]. Vemos, por tanto, que ya en una época tan temprana los EEUU disponían de fieles peones a sus órdenes.

Pero no es esta constante que nos remite a épocas antiguas en todo el mundo surcado por las luchas entre oprimidos y opresores, lo que ahora nos interesa porque queremos terminar esta ponencia mostrando cómo la visión continentalista de Bolívar aúna todas las aportaciones de las y los próceres, integrándolas en una única aportación general a la lucha revolucionaria mundial a comienzos del siglo XXI. Vamos a exponer cinco partes –los bienes comunes, el patriarcado, la lucha contra el eurooccidentalismo mediante la fraternidad de los pueblos, la interacción de todas las formas de resistencia, y la mundialización revolucionaria–, y vamos a sintetizarlas en la adecuación del continentalismo bolivariano de comienzos del siglo XIX a la visión mundial de la revolución a comienzos del siglo XXI.

Como veremos extensamente en el Anexo, la lucha de las comunidades originarias contra los invasores españoles desde 1492 se libraron en primera y decisiva defensa de la propiedad comunal de las fuerzas productivas, y sólo más tarde, a partir del ataque al imperio azteca de México y poco después al imperio Inca andino, sólo entonces surgieron las defensas de la propiedad de las castas religioso-militares dominantes en ambos imperios típicos del modo de producción tributario. Aunque en muchos lugares la defensa de la propiedad colectiva se realizaba bajo la dirección de jefes militares nombrados entre los clanes familiares más poderosos, entre los cacicazgos y jefaturas, esto anulaba la existencia de la propiedad colectiva, de los “bienes comunes”. Esta resistencia se ha mantenido con altibajos entre los pueblos que no han sido exterminados por los invasores, y ahora renace con fuerza. Pero no sólo en las Américas sino en prácticamente todas las áreas del planeta a las que ahora está llegando el imperialismo, o en las que sus pueblos originarios han retomado la lucha.

Más aún, la lucha por los bienes comunes, por su recuperación, que siempre ha existido en todos los modos de producción basados en la propiedad privada de las fuerzas productivas, está adquiriendo en estos momentos una importancia decisiva en todas partes porque es una de las pocas bazas que le restan al capitalismo para salir de su crisis estructural presente. En este sentido, las y los próceres de las Américas ofrecen una lección actual que está siendo aplicada no sólo por los pueblos originarios, sino también por la clase obrera cuando ocupa y recupera sus fábricas, por las asociaciones vecinales, populares, sociales, estudiantiles, etc., cuando impiden y hacen fracasar los proyectos privatizadores sino sobre todo cuando recuperan espacios de todo tipo, y cuando logran imponer leyes que oficializan esas recuperaciones de los bienes públicos que han dejado de ser privados.

La lucha antipatriarcal, la lucha de las mujeres por su emancipación de sexo-género, de clase y nacional es un legado antiguo de las próceres indígenas, de las próceres de la primera independencia y de las que ahora luchan a muerte por la segunda independencia, la socialista y la no patriarcal. La opresión de la mujer y el surgimiento del patriarcado tienen mucho que ver con la escisión clasista surgida a raíz de la producción agrícola y de la derrota de la mujer para reducirla a fuerza de trabajo sexo-económica en manos de los hombres. La conquista española aceleró esta victoria patriarcal, o la impuso por la violencia allí donde todavía la propiedad colectiva impedía la explotación de la mujer por el hombre. Es esta una de las razones que explican la decisiva participación de las mujeres en las luchas en defensa de los bienes comunes o por su recuperación.

Ellas son las primeras y las más afectadas por las privatizaciones de toda índole, desde las de los sistemas educativos y sanitarios hasta las de los servicios básicos urbanos como el agua, la energía, etc. Ellas son las primeras y las más afectadas por la reducción de los salarios y de los derechos laborales y sociales. Ellas son las primeras y más afectadas por la mercantilización del sexo, por la prostitución y por la reducción de la mujer a mercancía sexo-amorosa lanzada al mercado del sexismo machista. Ellas son las primeras y más afectadas por las violaciones, mutilaciones y asesinatos realizados por los ejércitos imperialistas, por las mafias del narcotráfico capitalista, por las fuerzas paramilitares y parapoliciales al servicio de la burguesía. Las lecciones de las próceres que se enfrentaron a Colón nada más desembarcar son más actuales que nunca antes porque el capitalismo del siglo XXI necesita alienar a la mujer hasta convertirla en una mercancía propiedad del sistema patriarco-burgués.

La lucha por la fraternidad de los pueblos, la lucha contra la Europeidad en cuanto expresión de todo lo malo del imperialismo eurooccidental, es hoy una prioridad porque la cultura yanqui, síntesis dominante actual de la cultura imperialista, sólo puede sobrevivir vampirizando el resto de culturas humanas. Si la experiencia andina de 1780 aunando pueblos y culturas contra el invasor español tiene mucho que aportar ahora, más valor aún tiene la capacidad de la revolución haitiana para recuperar el nombre originario de la isla por parte de la población negra, para construir un modelo no europeo de integración comunitaria de grupos de distinto origen africano y para rechazar total y radicalmente la ideología eurocéntrica asumiendo las tradiciones conjuntas de la América del Caribe y de África. La civilización capitalista nunca ha perdonado semejante atrevimiento, y consciente del peligro mortal que para ella supone el que se difunda por el mundo aquella gesta maravillosa, somete a Haití a una masacre permanente, y ahora a una definitiva ocupación militar yanqui.

La fraternidad de los pueblos es hoy imprescindible y vital para lograr la unidad de objetivos que guíen la lucha de la humanidad trabajadora contra el imperialismo eurooccidental, el peor y más genocida imperialismo de todos. La demagogia de la interculturalidad, del diálogo entre civilizaciones, etc., busca ocultar la política de agresión militar, económica y político-cultural que el imperialismo está generalizando por todo el planeta, acelerando la extinción de lenguas y tradiciones culturales a las que se les niegan los mínimos recursos públicos, comunes y colectivos de supervivencia. La mercantilización de las pocas culturas que sobreviven cada vez más asfixiadas supone también su real desaparición como culturas vivas, como raíces de las identidades e imaginarios de los pueblos. En esta lucha a muerte son decisivas las aportaciones de las y los próceres de las Américas.

La mundialización revolucionaria encuentra en el Congreso Anfictiónico un impulso tan poderoso en lo simbólico como lo fueron en lo práctico las Internacionales obreras y socialistas, los congresos internacionales de las feministas socialistas, de las y los intelectuales progresistas por la paz y la justicia, y un largo etcétera. Pensamos que no casualidad que Centro y Suramérica fuera la principal cuna de la explosión de eventos internacionales que se produjo, grosso modo, desde mediados de la década de los ’90 del siglo XX. La larga experiencia de sus pueblos a lo largo de cinco siglos de lucha tenaz le había preparado para dar ese paso en un momento en el que, tras la implosión de la URSS y la euforia del Nuevo Orden del imperialismo norteamericano, parecía que se había extinguido definitivamente toda remota posibilidad de vida revolucionaria en este planeta. El Congreso de 1826 ha dado frutos muy prolongados en el tiempo.

Por último, las y los próceres que dirigieron grandes guerras revolucionarias de liberación contra los sucesivos invasores que aplastaron a las Américas se inscriben dentro del poderoso torrente liberador que sabe aplicar la interacción de todas las formas de resistencia a la opresión. En el Anexo veremos cómo, desde el mismo inicio, los pueblos resistentes aprendieron a defenderse utilizando alternativamente o a la vez todos los medios disponibles, desde la justa violencia defensiva y de respuesta a la violencia opresora, hasta los medios pacíficos, no violentos, legales e institucionales, pasando por toda serie de acciones de sabotaje, boicots, desobediencia pasiva y activa, no colaboración, etc. Estas lecciones no cayeron en saco roto, y, a pesar de las derrotas a veces terribles, siempre los gentes terminaban reorganizándose e iniciando la resistencia, con otros métodos o con los mismos pero mejorados. Frente al imperialismo furioso y enloquecido de comienzos del siglo XXI estas aportaciones son de vital trascendencia porque muestran que la única lucha que está derrotada definitivamente es aquella que no se empieza.

Pues bien, la aportación de las y los próceres a la lucha revolucionaria en el mundo actual radica precisamente en haber engarzado lo más antiguo de la explotación con lo más moderno de la resistencia, y viceversa. Más en concreto, radica en haber demostrado desde comienzos del siglo XIX que el enemigo a batir no sería otro que el imperialismo. Lo hizo sin una teoría de base, la marxista, que tardaría en nacer dos décadas más. Lo hizo no por intuición sino por experiencia temprana al ver las relaciones existentes entre el imperio español en decadencia y el imperialismo norteamericano en ascenso. La teoría marxista del desarrollo desigual y combinado explica cómo y por qué los pueblos “atrasados” pueden avanzar rápidamente, y pueden incluso iluminar el camino a los demás, muchos de los cuales están más “adelantados”. La teoría marxista del imperialismo, creada ocho décadas más tarde que el Congreso Anfictiónico, demostró la corrección de éste y el mérito de las y los próceres de las Américas. Es nuestro deber profundizarlo y ampliarlo.

IÑAKI GIL DE SAN VICENTE

EUSKAL HERRIA (3 de agosto de 2010)

ANEXO

7.- LAS PRIMERAS RESISTENCIAS:

Antes de seguir debemos fijar un poco el contexto en el que comenzó a desarrollarse la lucha en defensa de los bienes comunes en las Américas. El marco geográfico y ambiental favorecía inicialmente el aislamiento de los pueblos, un comercio pobre y limitado, escaso desarrollo de las escrituras complejas y un muy tardío y reducido sistema monetario[78], lo que facilitaba la existencia de “señoríos étnicos” en las vastas zonas andinas[79]. De cualquier modo, los datos algo fiables sobre el primer desarrollo socioeconómico, el de los olmecas, quizás guerreros-mercaderes[80], entre el -1500 y el -100, ya sugieren la importancia del poder militar, lo mismo que posteriormente en la expansión huari y de otros pueblos posteriores. Pero también sugieren la existencia de una incipiente lucha de clases en el interior de esos “señoríos étnicos”, como indica M. Harris al analizar cómo las imponentes obras públicas de los olmecas eran construidas con enormes piedras de basalto trasladadas desde canteras situadas a más de 80 kilómetros de distancia, lo que suponía un enorme consumo de fuerza de trabajo humana. Pues bien: “Hacia el año 400 a. C. aconteció un desastre: grupos desconocidos hicieron pedazos los monolitos, derribaron las cabezas de piedra y desfiguraron y enterraron los altares de piedra. ¿Qué conmemoran estas profanaciones? Probablemente, sublevaciones de plebeyos decididos a impedir una mayor concentración de poder y que preferían vivir sin sus reyezuelos y sin acceso a las tierras de las represas a estar sometidos a las crecientes exigencias de mano de obra y de tributos”[81].

Moviéndonos con las precauciones necesarias por lo limitado de las referencias, la hipótesis que ofrece M. Harris nos permite empero adelantar una reflexión muy importante: ¿en qué medida la sublevación plebeya contra la casta o clase dominante no tenía ya, al menos embrionariamente, un germen de otra concepción opuesta de país, de cultura, de pueblo, o de “señorío étnico”, germen mostrado prácticamente en la destrucción implacable de las obras públicas diseñadas por los reyezuelos? ¿Destruir los referentes de los reyezuelos no puede indicar que los plebeyos rechazaban esos símbolos, su significado y su sentido, para, tal vez, reinstaurar referentes colectivos anteriores al surgimiento de los reyezuelos? Es decir ¿esta probable sublevación de las masas trabajadoras destruyendo la imaginería oficial del poder establecido, no indica que dentro de la identidad olmeca pervivía una contradicción antagónica entre dos vivencias opuestas de dicha identidad olmeca?

Esta reflexión es tanto más pertinente dado que la cultura olmeca inicia el período de desarrollo socioeconómico en las Américas que culminará en las grandes civilizaciones destruidas luego por la invasión europea. Las contradicciones sociales internas vistas en la cultura olmeca nos abren también a la reflexión de si conflictos idénticos en el fondo estallaron en otras civilizaciones como la maya, azteca e inca, con sus efectos en las diversas identidades colectivas. Más aún, nos lleva a la reflexión sobre si esas contradicciones son comunes a otras sociedades no americanas pero que se encontraban viviendo en y mediante el mismo modo de producción.

Del mismo modo en que muy probablemente existiera una lucha social dentro de los pueblos precolombinos en épocas remotas, también es muy probable que existiera una especie de “opresión nacional” incluso anterior. Como ha demostrado T. Platt, los documentos históricos más antiguos hablan de los Uru, un grupo social y étnico que carecía de toda propiedad y tenía que ganarse la vida trabajando para los Aymara en las tareas más penosas y serviles[82]. Todo sugiere, pues, la existencia de una explotación étnica en el interior de una sociedad muy igualitaria para con sus propios miembros.

La impresionante cultura maya empezó a entrar en crisis definitiva cuando los suelos no pudieron seguir alimentando a la creciente población de sus ciudades Estado, surgiendo así una fase de luchas sociales internas y de guerras entre los Estados que llegó en +900 a un punto crítico a partir del cual las poblaciones abandonaron las ciudades empobrecidas[83]. Posiblemente una de las razones de la incapacidad maya de contener la caída de la productividad de la tierra, la crisis ecológica y la inexistencia de un plan central sea que los mayas no formaron nunca un Estado único cohesionado, sino ciudades diferentes desunidas y dirigidas por una minoría dominante que despreciaba al pueblo. Las descripciones dejadas por los mayas: “Raras veces hablan de los dioses, y nunca del pueblo llano. Revelan un mundo dinástico violento y belicoso, repleto de guerras, intrigas y ritos extraños (…) El desciframiento de las inscripciones descubrió una sociedad belicista con frecuentes conflictos armados y tomas de prisioneros”[84]. Por su parte, J. D. Cockcroft, refiriéndose a las civilizaciones indias de Mesoamérica, a los olmecas y mayas, etc., ha sintetizado estas contradicciones de la siguiente forma: “Todas estas civilizaciones tempranas declinaron, al parecer debido a severas sequías, rebeliones internas de trabajadores y esclavos o tal vez por una defensa insuficiente contra los atacantes del exterior”[85].

En la América precolombina muchos pueblos tenían una muy fuerte conciencia de identidad colectiva, incluso que la mantenían bajo la dominación azteca, en donde “los pueblos sometidos y explotados acechaban la ocasión de la rebelión”, y bajo la dominación inca que provocaba “el sordo descontento de los pueblos sometidos”[86]. Todo indica que las resistencia de los pueblos a las agresiones exteriores eran más que militares, nos lo confirma la larga resistencia de los zapotecas al expansionismo mixteca, integrando la defensa tenaz de la cultura zapoteca con la construcción de fuertes defensas militares, garantizando así una larga supervivencia y, sobre todo, la victoria de 1497, manteniendo su independencia nacional hasta la invasión hispana de 1521[87], proeza significativa por la importancia de la guerra como método para la obtención de esclavos, tributos y tierras[88]. De igual manera, la guerra de ocupación iba unida a otras medidas agresivas, como el prolongado bloqueo económico azteca contra el pueblo Tlaxcala, que nunca perdió su independencia y que se convirtió en un decisivo aliado de los hispanos facilitando su conquista de México[89]. El investigador V. W. von Hagen, por ejemplo, definió así al pueblo zapoteca: “los zapotecas formaban una tribu india muy orgullosa y arisca. Los habían conquistado dos veces y dos veces se habían rebelado, matando a los gobernantes aztecas”[90].

En las Antillas, por ejemplo, todo indica que ya antes de la invasión hispana: “Los callinagos poseían una utoconciencia étnica expresa y estable que los oponía a los habitantes de las Antillas Mayores y a los arahuacas continentales y los unía con los galibis de habla caribe (…) El mecanismo del mantenimiento del etnos de los callinagos dispersos por las Antillas Menores, es bastante claro. Quizá su factor más esencial hayan sido guerras exteriores”[91]. Por su parte, M. R. Morales ha explicado cómo existían fuertes choques entre los pueblos precolombinos, cómo los sojuzgados y agredidos han dejado narraciones de los sufrimientos causados por otros, y tras reproducir las palabras de los cakchiqueles, afirma que los sueños imperialistas quichés, que querían crear un imperio tan poderoso como el azteca, fueron truncados por la invasión española, que lograron que los cakchiqueles jugaran un papel decisivo en la derrota al quichés al ayudar a los nuevos invasores[92].

Sobre esta base histórica precolombina, anterior a 1492, de guerras de resistencia a las agresiones de otros pueblos originarios, sobre ella y también gracias a ella en buena medida, surgirá la permanente y múltiple resistencia a los invasores españoles.

Cardoso y Pérez Brignoli afirman lo siguiente en su estudio sobre las luchas sociales en América: “El conflicto entre indios y españoles se encuentra entre los más característicos, desde el nacimiento de la sociedad colonial. En el siglo XVI, durante la conquista, la primera actitud de los indios fue frecuentemente la de la resistencia armada. Organizado el imperio colonial, distribuida la mano de obra en distintos sistemas de trabajo forzado, la resistencia asume dos formas básicas: la defensa de sus derechos dentro del sistema legal, exigiendo el cumplimiento de las Leyes de Indias, mediante pleitos judiciales que a menudo resultaban largos y engorrosos; o, vista la ineficacia de la vía legal, la insurrección”[93]. A lo largo de estas luchas y resistencias, los españoles recurrieron a dos métodos bastante efectivos para alienar y derrotar a los pueblos indios: expropiarles sus tierras colectivas e imponerles la religión cristiana, con lo que destruían sus bases materiales y simbólicas de reproducción de identidad colectiva. Sin embargo, “lo más notable” pese a todo lo hecho por los españoles y occidentales es que los indios “continúan empecinados en seguir vivos, siendo indios, conservando su identidad”[94].

Las tenaces resistencias de muchos de los pueblos autóctonos, la mayoría de los cuales fueron sometidos a tremendas agresiones hasta exterminarlos, fueron debidas antes que nada a que estos pueblos se negaron a entregar sumisamente sus tierras comunales a los invasores occidentales. Bien es cierto que, como veremos, los invasores lograron muchas veces dividir a los pueblos, someterlos a la pasividad mediante la compra, cooptación y soborno de sus minorías dirigentes, que en bastantes casos se convirtieron en viles colaboracionistas con el invasor. Pero no es menos cierto que a pesar de estas contradicciones internas las resistencias aborígenes también estaban reforzadas por las diferencias cualitativas que separaba a las culturas de los invadidos y de los invasores. Diferencias provenientes de las formas de pensamiento correspondientes a dos modos de producción muy distantes.

L. Macas lo expresa así: “Decimos nosotros, pues, que son dos pensamientos distintos, son dos lógicas distintas y son dos maneras distintas de ver el mundo. Por un lado tenemos el mundo de la comunidad, de la solidaridad, de la reciprocidad. Pero, por el otro lado, vemos que como contradicción en la época actual está el mundo del capital, el mundo de la acumulación”[95]. La solidaridad, la reciprocidad y el sentido de comunidad son normas de praxis social correspondiente a los modos de producción precapitalistas, mientras que el mundo del capital y de la acumulación sólo pueden existir en el modo capitalista de producción. Esta diferencia, que se vive aún hoy en amplias zonas del planeta, es uno de los factores que explican las desesperadas resistencias de muchos pueblos “atrasados” al avance de la “civilización”, siempre con entrecomillado.

Cuando los invasores llegaron a las Américas se encontraron con pueblos en diversos grados de evolución social, desde las bandas organizadas en tribus dispersas, hasta las etnias en proceso de una mayor centralización preestatal. R. Cassá explica la situación de este proceso en el pueblo taíno, uno de los que habitaban en las Antillas precolombinas, y que más resistieron a los nuevos invasores: “La formación de estas asociaciones de aldeas, así como de las confederaciones tribales, parece haberse producido por mecanismos fundamentalmente pacíficos (…) Otro mecanismo fue la comercialización de mujeres, medio de intercambio de un bien suntuario y de estrechamiento de relaciones amistosas”. Pero este investigador no descartar el recurso a otros medios como: “En síntesis, la expansión de poderes hacia conjunto tribales más amplios formó parte de la homogeneización cultural creciente de la población taína del conjunto antillano. El mecanismo se tornaba factible por el reconocimiento de constituir un segmento poblacional básicamente común. Ahora bien, se puede especular que el advenimiento de tal identidad no resultó únicamente de mecanismos objetivos como de lengua y de gran parte de creencias, sino también de la contraposición respecto a los caribes, después de que éstos irrumpieran en las Antillas Menores y se dedicaran a atacar a los taínos de Puerto Rico. En algunos casos, la identidad étnica era más patente, como entre los ciguayos, lo que debió facilitar la formación de cacicazgos”. Entre estas colectividades en proceso de crecimiento centralizado, sobrevivían con más o menos suerte otras comunidades más pequeñas que podían terminar siendo atrapadas en una pinza opresora. R. Cassá cuenta cómo en una de sus primeras ofensivas para asegurar el cobro de tributos en la isla de Cuba, encontró al cacique Bohechío “a las orillas del Yaque del Sur encabezando una numerosa tropa con el propósito de someter por la fuerza a un cacique cercano al lugar”[96].

Hubiera sido muy aleccionador el que este autor hubiese precisado algo más la posible relación entre la superior identidad étnica de los ciguayos y el hecho de que “eran los mejores combatientes entre los aborígenes de la isla”[97], pero no lo hace, aunque sí nos ofrece una descripción estremecedora de la implacable persecución española de los indios que convencidos de la superioridad militar aplastante de los invasores, buscaron otros métodos de resistencia y oposición como la de dejar de trabajar la tierra para agotar por hambre a los invasores, o la de huir en masa. Pero los españoles disponían de los recursos cada vez más abundantes transportados por mar, y del olfato de los perros que no tardaban en localizar a los indios huidos, que eran exterminados sin piedad.

Así: “Poco a poco, grandes contingentes de indios fueron cayendo en un cuadro depresivo. Además de la presión irresoluble que comportaba el tributo, incidía la proliferación de la mortandad, así como las variantes de abusos, como palizas, violaciones de mujeres y hurto de bienes, los cuales vulneraban los principios éticos en que fundamentaban su existencia (…) Frente al espanto en que quedaban sumidos, se manifestaron actitudes suicidas; comunidades enteras decidieron autoaniquilarse en suicidios colectivos revestidos de ceremonial, a través de la ingestión del jugo venenoso de la yuca. Otros consideraron indigno tener descendencia, por lo que las relaciones matrimoniales entraron en un impasse al tiempo que las mujeres se dedicaron a abortar”[98].

En cuanto a la resistencia del pueblo caribe de las Antillas este investigador constata que en muchos sitios este pueblo supo mantener su total independencia hasta la tercera década del siglo XVII, resistiendo con éxito a los ingleses hasta muy entrado el siglo XVIII, y afirma: “Esta capacidad de supervivencia de los caribes se debe atribuir, sobre todo, a sus dotes guerreras, que incluían una decidida resolución a la resistencia contra cada escalada de la penetración europea. Supieron defenderse, y, para ello, el conjunto de sus componentes culturales resultó de ayuda decisiva (…) En un principio, como conservaban la memoria centrada contra los españoles, acogieron amistosamente a otros navegantes europeos. Luego, cuando éstos trataban de instalarse como dominadores, sobrevenía el conflicto. Aunque accedían a la paz cuando veían que no podían resistir más, e incluso tendieron a establecer alianzas con los franceses, nunca abandonaron un rencor profundo hacia la totalidad de los europeos. Atribuían el dominio de éstos a una venganza de Maboya. Esta actitud se manifestó en la resistencia a la evangelización, tarea que siempre fracasó, a pesar de los esfuerzos de los misioneros franceses” [99].

Sin embargo, ese aislamiento fue lenta pero inexorablemente roto en la medida en que se expandía el comercio a media y larga distancia, y con él, incluso antes que él, también avanzaban los ejércitos invasores y los enviados oficiales y correos, todo ello antes de la llegada de los europeos. La creación de redes era forzada por dicha expansión económica típica del sistema tributario de producción, que era el dominante en el área antes de 1492, aunque coexistía con sistemas comunitarios materializados en muchas gamas diferentes. Pero la llegada de Colón y su pequeño ejército precipitaron el desastre. Hay que decir que el objetivo de la expedición era la obtención de oro y de especias. Los reyes llamados “católicos” le habían prometido el 10% de todo lo que sacase de sus expediciones y sufragaron el primer viaje con préstamos de banqueros judíos que nunca devolvieron porque ordenaron su expulsión del reino al poco de salir Colón. Una de las medidas que tomo el genovés para garantizar que cada indio entregara puntualmente el tributo en oro o en algodón, según los casos, fue la de colgarles en el cuello una moneda de cobre en la que se anotaba mediante muescas las entrega de tributo que hacía. Esta medida la impuso en un contexto de endurecimiento de la represión, de las violaciones de mujeres y del asesinato de indios, lo que causó la primera revuelta de resistencia contra los invasores dirigida por el cacique Canoabo en 1494[100].

Una referencia básica para entender la continuidad de formas básicas de producción, reproducción y socialización entre los modos precapitalistas de producción en las Américas la tenemos en que ya en la narración de su primer viaje Colón dice que encontró una “casa grande”, del mismo modo que más tarde Las Casas también describe algunas de estas construcciones para usos colectivos simbólico-materiales, fiestas, bailes, ritos religiosos, etc., pero también de almacenaje de los instrumentos colectivos de trabajo, del sobreproducto y del excedente social acumulado, etc., indicando que eran verdaderamente grandes. Otras muchas investigaciones estudian la misma cuestión en pueblos americanos muy distantes entre sí. Pero lo verdaderamente decisivo es que los españoles se apercibieron muy pronto de su importancia y contenido, por lo que: “la matanza de los indios en el pueblo de Caonao, durante la expedición de Narváez y Las Casas por el interior de la Isla, comenzó cuando numerosos indios estaba reunidos en “la casa grande” del poblado”[101].

No hace falta decir que “la casa grande” en las Américas de esta época era esencialmente lo mismo que el Templo en el modo tributario de producción más desarrollado en otras zonas del mundo, y que también cumplía en última instancia las mismas funciones simbólicas y también algunas materiales, salvando las distancias, que en la Edad Media europea cumplían las catedrales, iglesias y grandes monasterios. Solamente con el desarrollo del capitalismo y la consiguiente mercantilización y valor de cambio generalizados, sólo entonces, “la casa grande”, el Templo, el Palacio, etc., pierden su valor material explícito y mantienen ciertas formas de valor simbólico en y para la conciencia colectiva de una parte del pueblo, tema que analizaremos más adelante. Como otros muchos invasores, los españoles se dieron cuenta de que “la casa grande” tenía un valor material enorme pero también simbólico, y por eso las atacaban para apropiarse de sus riquezas, destruir el espacio en el que se cohesionaba la identidad del pueblo invadido y destruir, así, su historia y memoria colectiva.

En la isla de Santo Domingo se produjo una larga resistencia victoriosa dirigida por Guarocuya desde 1498, llamado Enriquillo en castellano, que venció siempre a todos los ataques españoles, y que logró firmar un tratado de paz después de entregar a los invasores el oro que les había quitado y que los indios no usaban[102]. En la isla de San Juan se sublevan los indios en 1511 dirigidos por varios caciques, entre los que destaca Agueybana II que, junto a los restantes, morirá en combate[103]. En 1513 se sublevó el cacique Cenaco para recuperar las tierras arrebatadas por Núñez de Balboa; las luchas continúan a pesar de morir Cenaco y de llegar Pizarro con más tropas porque se sublevan otras tribus dirigidas por Secativa, Tubanava, Bea, Guaturo, Corobari y otros. En otra zona de lo que hoy se denomina Panamá se sublevó en 1520 el cacique Urraca, apoyado por otros grupos indios[104]. En Puerto Rico, conquistado entre 1508 y 1511, las rebeliones indias fueron masacradas de inmediato y toda su población autóctona fue exterminada mediante la guerra, el hambre, la enfermedad y la explotación en menos de cuarenta años: este rápido genocidio hizo que ya para 1513 los españoles tuvieran que introducir esclavos africanos[105].

Las fechas sobre las primeras resistencias de los esclavos son muy esclarecedoras: en 1501 se autorizó a Nicolás de Ovando, gobernador de la Española, la introducción de esclavos en esta isla, y ya en 1503 el mismo Ovando pidió que no se enviasen más esclavos negros porque se escapaban con los indios. La primera sublevación en esta isla fue el 26 de diciembre de 1522, cuando primeramente se escaparon veinte esclavos “los más de lengua jolofe”[106], iniciándose una lucha que causó varios muertos blancos y muchos negros ahorcados. También a comienzos de este siglo XVI era tan frecuente que los esclavos se echaran a la mar para buscar refugio en las montañas del Departamento Oriental de Cuba, que las autoridades españolas tuvieron que organizar expediciones para localizarlos[107]. En Cuba, por ejemplo, el malestar latente había dado el salto a acciones de resistencia ya antes de 1524, generalizándose una larga lucha de resistencia con fases de ferocidad extrema hasta 1550, cuando los indios lograron concesiones significativas. Aún y todo así quedaron algunas zonas liberadas por indios y por esclavos negros sublevados. Resulta ilustrativo que los españoles utilizaran a otros indios para reprimir a sus compatriotas[108]. No debe extrañarnos que los esclavos negros se sublevaran con tanta rapidez porque “desde el principio se dieron casos” de negros alzados en las Antillas, Brasil, Panamá, Colombia, Perú, México…[109]. En cuanto a Cuba, los primeros esclavos negros fueron introducidos en 1511 y su primera sublevación reportada por escrito, es decir, constatada oficialmente estalló en 1533 y en 1538 se dio otra sublevación en unión con indios cubanos y yucatecos, al igual que otras acaecidas en aquella época[110].

8.- EL IMPERIO AZTECA:

La conquista de Mexico a partir de 1519 se vio facilitada, además de por otras causas, también por los odios étnicos que minaban la solidez del imperio azteca. Los pueblos que se resistían a los aztecas conocían muy bien el nacionalismo agresivo de este Imperio, que tenía un sistema educativo orientado a dar una “cultura patriótica y nacionalista, de profundo significado etnocéntrico, en la cual se ponían de relieve las proezas realizadas por los antepasados de la nación azteca y se prolongaba con ello la afirmación de una conciencia nacional”[111]. Las clases dominantes aztecas, como el resto de clases dominantes, no tuvieron ningún reparo en cambiar totalmente la historia de su pueblo para construir una “nueva” más acorde con sus necesidades de legitimación de su imperialismo y de cohesión interna. Según A. Cruz García: “Ciertamente, resulta muy difícil establecer una historia rigurosa desde sus orígenes hasta el reinado de Itzcoatl en 1427, pues los mismos mexicas se encargaron de quemar sus propios archivos y de reelaborar su historia”[112].

Esta decisión se tomó tras la conquista definitiva de la independencia, cuando se asentaron las separaciones sociales internas entre ‘pipiltin’ o señores y los ‘macehualtin’ o gente del común, y cuando se oficializaron los sacrificios humanos: “Las víctimas de estos sacrificios habrían de ser prisioneros de guerra, lo que, en definitiva, suponía un estímulo para la expansión militar de los mexica y, de paso, un excelente medio propagandístico del pueblo azteca ya de por sí famoso entre sus vecinos por su brutalidad y fiereza”. Fue en este contexto cuando fueron destruidas todas las referencias pasadas sobre episodios que podían resultar vergonzosos, o sobre el origen humilde de la nación azteca, etc., a la vez que también se buscaba “reinventar la tradición para justificar la división de la sociedad en señores y vasallos”[113]. División clasista reforzada por el sistema educativo ya que la juventud rica recibía una educación selecta al ir a las escuelas comunes ‘telpochcalli’ dedicadas al pueblo, sino a las escuelas de los templos en donde recibían una educación muy superior que llegaba a incluir la escritura y una lengua culta “diferente a la usada por el pueblo”[114]. Por tanto, la unidad nacional azteca también tenía en su interior, como en tantos otros pueblos, una escisión clasista que llegaba a expresarse en la existencia de dos lenguajes diferentes: el culto de las clases dominantes y el popular.

Uno de los objetivos de esta educación era el de crear buenos soldados, tarea que se iniciaba en las mismas escuelas en donde niños y adolescentes eran entrenados en artes marciales[115]. Luego, este objetivo era reforzado por un sistema punitivo también muy duro y efectivo ya que, de los delitos castigados en el Imperio azteca, el peor era el de traición al Estado, el de comunicar al enemigo del pueblo azteca secretos que ponían en peligro la independencia del país. El acusado de traición era sometido a tortura, se le cortaban las narices, la lengua, las orejas, etc., y después era ejecutado. Sus miembros descuartizados eran repartidos en los barrios y en las unidades militares si era soldado. Y sus familiares eran encollerados hasta la cuarta generación[116]. Pero este severo y efectivo sistema militar tenía cuatro grandes limitaciones que lo hacían incapaz de resistir a los invasores españoles: las dos primeras no eran otras la colaboración con el invasor de pueblos oprimidos por los aztecas y los efectos terribles de la viruela[117].

La tercera era común a todos los ejércitos basados en el lealismo y en la fidelidad al jefe, pues cuando este cae muerto las tropas tienden a desbandarse, a huir sin ninguna disciplina. Esta limitación histórica salvó la vida a los invasores más de una vez, por ejemplo en la decisiva batalla de Otumba del 8 de julio de 1521 cuando estando a punto de ser aplastados, los invasores atacaron al general azteca y a su portaestandarte matándolos y desorganizando todo su ejército[118]. La cuarta limitación consistía en que los aztecas no buscaban matar al enemigo sino apresarlo y atarlo para, en su momento, ser sacrificado a sus dioses. Para los aztecas “un enemigo muerto no tenía ningún valor”[119], por lo que todo su esquema militar estaba pensado en función de hacer el mayor número de prisioneros, de futuras víctimas en sus sacrificios, lo que facilitó en extremo las victorias españolas pese al desesperado heroísmo de la gran mayoría de los combatientes.

Sin embargo, lo aquí dicho no debe hacernos caer en la creencia de que los aztecas no buscaban el beneficio económico con sus invasiones y conquistas, al contrario, sí lo buscaban y muy ansiosamente. Lo que ocurre es que, como en todas las sociedades tributarias, lo religioso impregnaba la esencial misma de la riqueza y de los métodos para obtenerla, cosa que vamos a continuación. Antes de ello, como ejemplo de la dialéctica de factores en lo relacionado con lo económico y lo religioso, detengámonos un poco en la cuestión de los sacrificios humanos, práctica que convenientemente manipulada sirvió a los invasores para justificar sus conquistas y ocultar sus atrocidades. Tiene razón N. Davies en su brillante investigación sobre los sacrificios humanos, en este caso en la comparación entre el canibalismo ritual azteca y otras culturas: “En cuanto a la crueldad con sus congéneres, los aztecas carecían de los refinamientos de sus contemporáneos los inquisidores. Podemos sentirnos justificadamente impresionados por los ritos aztecas, pero ciertos horrores ideados por otros pueblos, tanto del Viejo Mundo como del Nuevo, se hallaron notablemente ausentes entre ellos. No hubo suicidios colectivos, como en la India; ni tormentos prolongados, como en Oceanía, Norteamérica o Europa; ni tribus condenadas a la extinción, devorados hasta la última mujer y el último niño, como en las islas Fidji; nunca se supo de nadie que hubiera sido enterrado vivo, como en la antigua UR o en América del Sur; y los muertos no fueron exhumados y consumidos, como en Nueva Guinea”[120].

Debemos detenernos un instante en esta cuestión de los sacrificios porque ha sido una de las más empleadas por el imperialismo occidental para justificar sus atrocidades con la excusa de llevar la civilización a una cultura supuestamente salvaje. La cita de Davies ya desautoriza esta mentira, pero el brillante investigador P. Moctezuma, además de mostrar cómo la propaganda cristiana ya había acusado a los judíos de comerse a niños cristianos, siendo mentira, también saca a la luz todas las contradicciones y falta de pruebas y argumentos de la “versión española”. No niega los sacrificios humanos, pero minimiza su cuantía y, con toda razón, sostiene que los sacrificios y el canibalismo sagrado han sido prácticas generalizadas en la historia humana[121]. Incluso un diario tan proimperialista, como es El País, no ha tenido más remedio que hacerse eco de las rigurosas investigaciones históricas realizadas por P. Moctezuma, que desmiente las exageraciones propagandísticas españolas sobre la cuantía de los sacrificios aztecas: “Los dioses aztecas no requerían tanta sangre”[122].

Además, la civilización judeocristiana no tiene ninguna legitimidad para criticar a otras culturas la práctica de sacrificios rituales. En su exquisito texto sobre los sacrificios humanos,

P. Tierney, muestra cómo la Biblia recoge la quema de niñas y niños vivos hasta el siglo -VII, cómo la tradición judeo-cristiana está determinada por “el nacimiento del infierno” en esta época, y cómo la “comunión ritual” inventada por San Pablo nos remite directamente a la realidad del canibalismo sagrado[123]. P. Odifreddi es autor de un libro de lectura obligada, en el que, entre otras muchas cosas, demuestra la profunda legitimidad religiosa de los sacrificios humanos en el Antiguo Testamento para ganar los favores divinos[124]. Y si estudiamos el problema de los sacrificios humanos con más rigor, vemos que son centenares de millones[125] los seres humanos llevados por el cristianismo al sacrificio mortal en aras del poder económico y político, como lo explica en historiador Deschner, especializado en la esencia criminal del cristianismo, y autor de obras decisivas en las que no podemos extendernos ahora.

Aclarara esta mentira imperialista y disponiendo ya de una perspectiva histórica, podemos analizar con menos subjetividad eurocéntrica las razones económicas de fondo de las conquistas aztecas. Dejando de lado los datos anteriores al corte histórico y a la manipulación del pasado antes vista, lo cierto es que el imperialismo inicial desde la mitad del siglo XV fue así: “El principal motor de esta expansión fue una serie de desastres naturales y años de malas cosechas, que causaron hambrunas –como la de 1450, que duró cuatro años– y obligaron a los mexicas a emprender campañas para someter a las vecinas regiones productoras. En este sentido, el principal objetivo fue la fértil región agrícola de Chalco, cuya conquista dará lugar a una larga campaña no acabada sino hasta 1456”. Lo que nos da una idea muy aproximada de resistencia tenaz del pueblo de Chalco en defensa de su independencia. Otra defensa desesperada fue la de la pujante ciudad de Tlatelolco ocupada hacia 1473 “no sin una tenaz resistencia por parte de los tlatelolcas, mujeres incluidas”. Es decir: “La mayoría de las campañas fueron realizadas a instancias de los comerciantes, quienes deseaban acceder a nuevas regiones productivas para adquirir bienes y materiales que, una vez transportados hasta Tenochtitlan, les reportaban cuantiosos beneficios. Igualmente beneficiados con las conquistas resultaron sus parientes, quienes fueron instalados por el soberano como gobernantes de los territorios y ciudades sometidas”[126].

Dejando de lado el debate sobre si era o no “conciencia nacional” azteca en un contexto típico del modo tributario de producción, F. Solís ha definido a los aztecas como “un pueblo orgulloso de ser él mismo”[127]. Cuando el pueblo azteca vio el colaboracionismo prohispano de Moctezuma no dudó en abandonarlo, abuchearlo, echarle objetos y apoyar masivamente la sublevación independentista de Cuitlahuac y de Cuauthemoc de 1520-1521, como ha ocurrido otras veces en la historia. Este nacionalismo precolombino era patriarcal al máximo: “entre los aztecas, la mujer no podía gobernar; no se permitía conservar a sus hijos e hijas al enviudar, y sus derechos políticos y sociales estaban sumamente limitados. Se acostumbraba, incluso entre los grandes señores, que a su muerte se les enterrase junto a sus joyas y pertenencias, sus criados y sus mujeres”[128]. Cuando Cortés derrotó las primeras resistencias indias, recibió mujeres como tributo de los vencidos. Pero, como todo nacionalismo, fuera opresor u oprimido, se centraba en el problema de la propiedad del excedente social y de las condiciones de producción, y Cortés aprovechó la llegada de cinco recaudadores aztecas para convencer a los totonacos meridionales que se sublevaran contra México y se hicieran aliados de los hispanos.

Debemos tener siempre presente esta dialéctica de contradicciones internas en todo lo relacionado con las identidades colectivas para no derivar hacia tesis unilaterales, que si bien tienen una parte de razón al insistir en la importancia de las resistencias al invasor y sus efectos positivos sobre la conciencia del pueblo invadido, olvidan el hecho de las luchas entre los pueblos invadidos por los occidentales. F. Matamoros cae en cierto unilateralismo al remarcar más el componente de resistencia común al invasor que el de luchas entre naciones indias por las opresiones de unas sobre otras: “La tradición de lucha, sacrificio y el arte de la tragedia de la resistencia contra el invasor se remonta desde los primeros años de conquista y colonización (…) Durante el período colonial, las dimensiones de la guerra y de la resistencia pudieron ser resaltadas en las presencias y ausencias del héroe y de los dioses mesoamericanos. Los indígenas se opusieron en una guerra constante contra para la reproducción de la vida social. Nos referimos a la resistencia en Tlatelolco del último Tlatoani, Cuauhtémoc. La imagen fundadora y transmitida, en forma de cuentos y leyendas a través de los siglos, es el mito de la caída de Tenochtitlán. La leyenda cuenta que, con el fin de hallar donde se escondía el tesoro de Moctezuma, Cortés ordenó quemar los pies de Cuauhtémoc, murió bajo la tortura, pero quedó inscrito en la memoria popular como un emblema de resistencia. Esta imagen de sufrimiento, valentía y fidelidad nutrió el imaginario de resistencia, la moral de las poblaciones y, finalmente, la transmisión de una conciencia colectiva llena de conflicto”[129].

Las sublevaciones estallaban inicialmente para detener el expolio español y las brutalidades que le acompañaban. La conquista de Guatemala fue inicialmente facilitada por la viruela y otras enfermedades que exterminaron al noventa por ciento de la población india en un siglo. Pero también influyeron mucho las atrocidades sistemáticas de Pedro de Alvarado que “entre cuyos pasatiempos figuraban la violación, el trabajo infantil como tributo y la quema de indios vivos”. Eran tan inhumano su comportamiento fue enjuiciado en 1529. Como en México, en Guatemala los invasores convencieron a los cakchiqueles del lago Atlitán para que se aliaran con ellos “por su rivalidad con los quiché, más poderosos, de las tierras altas occidentales. Pero la destrucción de sus comunidades y la esclavitud de su pueblo hicieron que se rebelaran contra los hispanos en un alzamiento que sólo pudo ser sometido en 1530. Las rebeliones indicas continuaron mucho después”[130]. Otra versión de esta guerra más reducida y simple en el análisis de las causas pero esencialmente válida en el fondo sostiene que los cakchiqueles se alzaron en armas entre 1525 y 1530 para no pagar tributo[131]. Como otros muchos pueblos, los cakchiqueles se creyeron las promesas españolas para dejar de pagar el tributo que tenían que pagar a los quichés, pero no dudaron en revolverse contra sus falsos aliados cuando descubrieron sus mentiras y sufrieron su extrema crueldad, muy superior a la de los quichés. Contra ambos defendieron su excedente social acumulado.

Un poco más al sur de este zona, en los actuales El Salvador, Honduras y partes de Perú “casi todos los grupos de indios, en su mayor parte descendientes de los aztecas y de los mayas, se resistieron a la conquista” española que siguió siendo tan espeluznante como en Guatemala: “Herraron a algunos, como si fueran ganado, para usarlos como esclavos en las minas de plata y oro”. La devastación española fue tal que para 1578 sólo quedaban vivos menos de 80.000 del aproximadamente medio millón de personas indias que habitaban lo que ahora es El Salvador cuando irrumpió la civilización cristiana[132]. Según las circunstancias y peculiaridades concretas, otros pueblos de esta amplia zona resistieron a los españoles con tanta efectividad que casi los expulsaron de Honduras en 1537, dirigidos en este caso por el jefe lenca Lempira[133]. Otras naciones siguieron su resistencia refugiándose en lo profundo de las selvas porque: “todavía pelearon los mayas. En todos los lugares donde el hombre blanco puso el pie fue derrotado y comenzaron a aparecer tumbas españolas en las playas del Yucatán”. Con el tiempo se fue imponiendo la superioridad del invasor, aunque: “ciento cincuenta años después de que los mayas de Yucatán rindieron sus ciudades ante los invasores, los itzaes vivían todavía según el antiguo sistema de vida”. Pero la resistencia de este último reducto de la independencia maya concluyó bajo el ataque de un fuerte ejército español en 1697[134].

También por esta época, en el primer tercio del siglo XVI, comenzó la colonización portuguesa de lo que hoy es Brasil y con ella, casi de inmediato, las primeras resistencias de los tres millones aproximados de indígenas que se vieron agredidos. Por sus propias características, más la diferencia geográfica, estos pueblos resistieron más tiempos y de forma más eficaz de sus hermanos de México y Perú, y su fama de irreductibles fue una de las razones por las que los portugueses recurrieron a los esclavos africanos como mano de obra más barata y dócil, menos dispuesta a las sublevaciones[135].

No podemos pasar por alto el terrible efecto destructor de la identidad india que tuvo el sistema del tributo español. Bien es verdad que, en México el sistema de tributo azteca fue inicialmente reorientado y utilizado por los invasores, pero al poco tiempo lo ampliaron y “mejoraron” para maximizar el botín y el saqueo. José Miranda tiene toda la razón cuando en su ya clásico estudio[136], demuestra cómo, además de otros nefastos efectos, el tributo destrozaba la misma existencia colectiva e individual basada en la noción y práctica de la comunidad popular, del pueblo como colectividad referencial con sus propios sistemas de autosostenimiento. Cuando este sistema se destruía bajo la presión del ocupante, presión que llegaba a las más atroces medidas coercitivas para cobrar el tributo, se destruía a la vez e inevitablemente la misma conciencia colectiva, la identidad del pueblo. Por eso, las sublevaciones estallaban a la desesperada, porque el tributo, además de otras situaciones, expoliaba y aniquilaba todo el excelente simbólico y material acumulado por el pueblo, es decir, destruía la esencia popular.

Hay que aclarar que el tributo español no tenía nada que ver con el método desarrollado en el modo tributario de producción precolombina: “Las sociedades indígenas eran tributarias. Es decir, que existía una entidad política que había establecido con las comunidades aldeanas una relación basada en el intercambio, entre una protección real o simbólica asegurada por el poder y el tributo proporcionado por las entidades rurales. La colonización española no actúa solamente mediante la sustitución del poder tradicional por una nueva instancia de poder; también afecta a las comunidades aldeanas. Recordemos lo que significó para las poblaciones indígenas la instauración de la encomienda, cuando la corona asignó partidas de indígenas en lugar de tierras. Esta institución, basada en la concepción de que el indio es “esclavo por naturaleza”, consistió en la puesta en práctica de una forma de explotación de tipo esclavista, en la cual el dueño (colono) sometía la fuerza de trabajo, de tipo feudal, ligándola en cuerpo y alma a la tierra”[137].

Antes de seguir profundizando más en detalle, conviene que nos detengamos un poco en algo tan estremecedor como los resultados mortales de la tarea “civilizadora” española en concreto y europea en general: “Se ha calculado que entre 1519 y 1595 se redujo la población nativa del centro de México en un 55-96 por 100, debido sobre todo a las epidemias (viruela, sarampión y tal vez tifus y gripe) que actuaba entre una gente cuya resistencia se había visto también debilitada por las migraciones forzadas, la esclavitud, los impuestos aplastantes y el exceso de trabajo. Entre 1532 y 1609, según otros cálculos, la población nativa del centro de México cayó de los dieciséis millones novecientos mil habitantes a tan sólo un millón. En Perú, los indicios parecen indicar que el número de almas de la civilización inca se redujo a la mitad entre 1572 y 1620”[138].

Ahora, sobre esta base genocida, podemos seguir. Sin embargo, a pesar de este genocidio implacable, los pueblos indios resistieron a la invasión y no sólo mediante la violencia defensiva, la no violencia activa, el recurso a la legalidad invasora, etc., sino también intentando mantener vivas sus tradiciones, creencias y cosmovisiones precolombinas en grave riesgo de desaparecer sobre todo cuando se trataba de culturas orales, ágrafas. Por el ejemplo, varios miembros de las clases dominantes de los quichés en Guatemala escribieron en su lengua nacional pero con caracteres latinos el Popol Wuj en 1556 quizás para usarlo en reuniones clandestinas, texto que permaneció desconocido para los invasores hasta 1702. También se escribieron otros textos como el Memorial de Sololá. Posteriormente, ya a finales del siglo XVIII, varios yucatecos de varias poblaciones pasaron a escrito con caracteres latinos las tradiciones de sus propios pueblos, denominándolas Chilam Balam[139]. Posiblemente fue esta lucha pacífico-cultural de recuperación de las identidades indias la que llevó a los españoles a apropiarse de las glorias y logros históricos de los aztecas, intentando integrarlas en la cultura opresora anulando su carga emancipadora. Para ello las autoridades de la Ciudad de México recibieron en 1680 al virrey español con un arco del triunfo decorado con los antiguos logros de la civilización azteca, vencida y destrozada, en vez de con los logros españoles[140].

9.- EL IMPERIO INCA:

En la década de 1530 se endurecieron los ataques españoles contre el imperio inca, que ya habían comenzado varios años antes. Debemos evitar el error tan pernicioso de interpretar el pasado de otras culturas desde el actual occidentalismo capitalista[141], siempre necesario en todos los casos pero ahora especialmente urgente sobre todo al analizar el caso inca. Por un lado, recordando que hay muchas y grandes variaciones en la historia de las relaciones de sexo-género, no hay que olvidar que las formas más duras y brutales de ceremonias colectivas en las que el sacrificio humano era la clave en la conciencia patriarcal de muchos pueblos[142], también en regiones como Perú y México[143], han ido derivando hacia formas menos brutales en la práctica pero que mantienen similar mensaje normativo consistente en tener a la mujer como objeto valioso a defender, a intercambiar como mercancía y hasta a ceder como tributo a los invasores para satisfacer sus exigencias, aunque éstos lo interpretaran de una menara diferente.

F. Pease nos explica cómo los invasores españoles creían que las mujeres que les entregaban los indios como bienes para iniciar el intercambio mutuo en la economía de reciprocidad, eran simplemente “esclavas” o “mujeres de harén” en el sentido europeo[144]. En realidad, para los incas la mujer era uno de los recursos decisivos en la valoración y obtención de riqueza en las redes parentales, mientras que los occidentales veían a la mujer según la misoginia judeocristiana. Además, entre los incas: “los malos tratos inferidos a las esposas fueron frecuentes mediante empujones, bofetadas, golpes, heridas, gritos e insultos. (…) la crueldad de ciertos maridos empujaba al suicidio de sus compañeras ya despeñándose o ya ahogándose en los momentos de desesperación”[145]. Sin embargo, las diferencias de trato y opresión de las mujeres en la extensa América era tal que en otros sitios eran simplemente objetos de saqueo para aumentar las fuerzas productivas de la tribu atacante, como es el caso de la mayoría de los indios del norte que deliberadamente capturaban más mujeres y niños que los que mataban[146], o del actual pueblo yanomano de la Amazonía es ilustrativo porque cifra su “soberanía” en la “capacidad de una aldea para impedir que otra le arrebate las mujeres o imponga su derecho a adquirirlas en condiciones privilegiadas”[147]. De cualquier modo, en este problema de la violencia sexista y machista en las Américas también tenemos que aplicar el principio de que el sistema patriarco-feudal en tránsito al patriarco-burgués dominante en la Europa de los siglos XV-XVII no tenía nada que enseñar a nadie, siendo incluso más duro en muchas cuestiones, tema en el que no podemos extendernos ahora.

Las luchas de los grupos, etnias, pueblos o naciones, según queramos denominarlos, respondían, en esencia, a los expolios, tributos e impuestos de los conquistadores, planificados en fecha tan temprana como 1501 por los reyes llamados “católicos” y posteriormente ampliados y endurecidos[148]. Estas constantes se expandían al extenderse la conquista hispana que supo aprovechar contra el Inca las lecciones aprendidas en México, en Cuba y en otros sitios de aliarse con pueblos indios oprimidos prometiéndoles su liberación. La destructora carrera por el saqueo y el tributo en oro, tierras y carne –Hernán Cortés recibió como “premio” veintitrés mil indios vasallos, nos recuerda E. Galeano[149]– no tardó en llegar a tierras andinas. Aquí tenemos que volver a otra de las precauciones ante los cantos de sirena del eurocentrismo porque si bien es cierto, como hemos visto, que hubo pueblos oprimidos que aprovecharon la invasión española para buscar su liberación creyendo que iban a obtenerla ayudando a los españoles, no es tan cierto que estas alianzas fueran masivas. Hay muchos datos que sugieren que los españoles inflaron intencionada y artificialmente el número real de esas alianzas para justificar sus atrocidades diciendo que lo hacían en beneficio de los pueblos oprimidos, pero cronistas como Las Casas y sus seguidores, y luego autores como el Inca Garcilaso de la Vega y Felipe Guaman Poma de Ayala fueron más realistas, sinceros y objetivos sobre el tema[150].

Asumiendo esta precaución, no es menos cierto que el Imperio Inca se asentaba además de sobre una base etno-nacional propia, también sobre pueblos sometidos, algunos de los cuales hicieron esfuerzos para no perder su identidad colectiva, decididos a seguir poseyendo las condiciones de producción legadas por sus antepasados. Tenemos, entre muchos, el comportamiento inca tras la ocupación de los territorios que circundan al lago Titicaca y de los pueblos que los habitan: “El conquistador Túpac Yupanqui no escatimó esfuerzos para inculcar allí el culto al Sol y a la Luna, sobre todo en el antiguo santuario de la isla de Titicaca. La política de Túpac Yupanqui fue inteligente: mantuvo el culto al dios felino pero tapizó la cóncava roca que lo representaba con láminas de oro, de este modo lo transformó en refulgente espejo del dios Sol. Extravagantes, los incas importaron tierra para convertir las áridas colinas de la isla en terrazas ajardinadas, cuyos productos se enviaban luego a los monasterios de todo el imperio en calidad de alimento sagrado. Éste es uno de los ejemplos más claros que se conocen de “solarización” inca, es decir, de absorción de antiguas tradiciones por el nuevo culto estatal”[151]. Fijémonos en la doble táctica usada por el inca: respetar las tradiciones étnico-religiosas del pueblo absorbido pero transformadas imperceptiblemente con una argucia técnica y, a la vez, integrar económicamente a ese pueblo en la densa red de relaciones mercantiles del imperio mediante la producción y distribución de un producto supuestamente divino que, simultáneamente, respetaba las viejas tradiciones identitarias anteriores a la invasión. Sin embargo, esta táctica de integración relativa, asegurada en última instancia en la amenaza militar, no resta mérito alguno a las resistencias de los pueblos no incas.

La resistencia del pueblo Chanca ilustra tanto la cruel y fría astucia del invasor inca para terminar venciendo a los pueblos invadidos como la capacidad de los Chanca para sobrevivir. Vencidos en batalla por Inca Yupanqui, los Chanca supervivientes aceptaron la propuesta del Inca de sumarse a su ejército en su marcha al sur, a las tierras del pueblo Huanca que era todavía independiente. Lo Chanca aceptaron ser divididos en dos contingentes militares, maniobra que era en realidad una trampa inca para debilitarlos ya que de inmediato comenzaron los intentos incas de asesinar a los jefes chancas Anco Ayllo y Asto Guaraca. A raíz de esos ataques, los dos grupos Chanca iniciaron una huida de los valles de difícil defensa hasta encontrar un lugar seguro en los montes altos en el que establecerse y resistir con éxito: “allí han permanecido, tozudamente identificados con su propia cultura. El testimonio documental arroja por lo menos doscientos años de continuidad posthispánica”[152].

La experiencia del pueblo Aymara, del que hemos dicho varias cosas en este texto, vuelve a ser muy esclarecedora. La expansión inca chocó con el pueblo Aymara que pese a resistir en la medida de sus fuerzas no pudo mantener su independencia total, sin embargo, gracias a esta resistencia: “se constituyó un estado con una economía basada en cultivos en diversos pisos ecológicos, que desconocía el hambre y donde el trabajo no era un castigo. Por tanto, pese a la sujeción, la relación Inka-Aymara fue entre pueblos étnicamente similares”. Esto explica que los Aymara resistieran a los invasores españoles desde el principio, que apoyaran a los incas en sus luchas de resistencia, y que cuando no podían recurrir a la violencia armada por la manifiesta superioridad del ocupante, recurrieran a formas pacíficas y no violentas, pero muy amenazantes en determinados momentos, como la consciente recuperación de las tradiciones precristianas y el rechazo público y total del trabajo religioso impuesto por la Iglesia. Desde entonces, los Aymara han resistido nacionalmente conscientes de que están “oprimidos, pero no vencidos”[153]. Otro pueblo que resistió al Inca en el sur, fue el araucano, del que hablaremos luego.

En realidad, el imperio Inca era “una inmensa jefatura construida por la conquista (…) capaz de concentrar mayores prestaciones laborales” lo que explican sus ingentes obras públicas, desde caminos hasta grandes terrazas para el cultivo con regadíos. Además, “la práctica incaica de trasladar poblaciones mal sometidas a otras regiones, cortando sus lazos con la comunidad de origen, de reducir algunas personas o grupos a una especie de servidumbre (…) creó un bosquejo de grupos explotados fuera del sistema tradicional de la reciprocidad, la redistribución y las prestaciones en el seno de las comunidades: pero dicho sistema seguía siendo indudablemente dominante”[154]. El hecho cierto de que este sistema incaico de redistribución y reciprocidad siguiera siendo el dominante pese a la existencia de la opresión y explotación de pueblos, colectivos y persona, este hecho es el que explica por qué el conjunto de culturas y pueblos, además del Inca, resistieron tanto a la invasión española.

Debemos insistir, empero, que no siempre el Inca respetó determinados derechos de los pueblos que sojuzgaba. Más aún, como hemos visto, para garantizar la seguridad de su imperio no dudó en crear el sistema de “mitimaes”, o sea “desterrar pueblos enteros a lugares distantes para evitar rebeliones”[155], medida muy común en casi todos los grandes Estados opresores de pueblos. Sin embargo, por lo general, el Inca intentaba no azuzar los resentimientos de los pueblos ocupados, y tomaba medidas muy estrictas para ello como por ejemplo que las tropas del ejército inca debían pagar siempre los alimentos y otras cosas que cogían a las poblaciones que cruzaban en sus desplazamientos. La disciplina era muy estricta y una de sus mayores preocupaciones era la de no azuzar el resentimiento de las poblaciones civiles, estando prohibido el saqueo y el robo[156].

De igual modo, los incas también tenían normas y pautas muy precisas para diferenciarse claramente de los pueblos a los que dominaban, todo con tal de “denotar nobleza, rango, distinción, diferenciación y aire de mando o superioridad sobre los demás”[157]. En el fondo, esta necesidad de mantener una nítida demarcación grupal y fortalecer la sensación de invencibilidad inca correspondía al objetivo básico del saqueo ya que “La preocupación esencial y auténtica de la etnia Inca, era extraer del vencido y conquistado el máximo de energía para crear rentas. Al invadir y anexionar una etnia, el vencedor consideraba teóricamente a su civilización como superior a la derrotada, a la que trataba de conservar y de reservar en su beneficio”[158]. Una de las razones, si no es que la principal, por la que diseñaron y construyeron la impresionante red de caminos entre las altas cordilleras y hondos precipicios, con todas sus infraestructuras de torres defensivas, etc., fue precisamente la de facilitar “el rápido desplazamiento de los ejércitos del Inca y sus fulminantes ataques sobre los pueblos conquistados”[159].

Poco antes de la invasión, el imperio se encontraba corroído por tres contradicciones internas que le mermaban mucha fuerza. Siguiendo a L. Millones, estas eran, una, el creciente costo económico de las conquistas que estaba realizando; otra, el acceso creciente de las “grandes familias” a la propiedad privada rompiendo los códigos inherentes al modo de producción tributario; y, por último y como efecto de lo anterior, el aumento de la población en condición servil[160]. Los tres problemas azuzaban las discrepancias internas en la clase dominante, creando las condiciones para una guerra civil entre los bandos de Guascar o Huascar y Atahualpa, que estalló poco antes de la invasión española y concluyó con la victoria del segundo aunque sin cerrar definitivamente un problema no superficial sino estructural y además creciente; por otra parte, también se incrementaba el malestar social por el aumento de la servidumbre.

Ahora bien, aquí debemos recurrir a la tercera advertencia contra los errores del eurocentrismo, que consiste en la exigencia metodológica de no interpretar las clases sociales de entonces en aquél continente según los criterios modernos eurocéntricos, tal cual ha advertido, entre otros, A. Palerm al sostener que las clases sociales americanas, y por tanto los Estados relacionados con esas clases, parecen haber sido principalmente funcionales y no patrimoniales como las europeas basadas en la propiedad privada de los medios de producción[161]. Utilizando la teoría de los modos de producción, comprendemos no sólo que la ausencia de propiedad privada individual, en el sentido capitalista, es la diferencia cualitativa que distancia a Estado inca del Estado capitalista, y, en general, a todos los Estados preburgueses de los actuales Estados burgueses, sino que también existe una diferencia muy considerable entre el modo de producción tributario y su variante feudal europea en su aplicación al funcionamiento del Imperio Inca. Esta precaución metodológica nos permite comprender mejor que en esa época el Inca se precipitaba hacia un universo convulso de nuevas contradicciones sociales de todo tipo al acelerarse el tránsito de las “clases” o castas separadas por sus funciones, característica básica del modo de producción tributario, a las clases sociales enfrentadas irreconciliablemente por la propiedad colectiva o propiedad privada de las fuerzas productivas, característica básica del modo capitalista.

Precisamente esta tercera advertencia nos exige recurrir a la cuarta, contra los errores del eurocentrismo, que consiste en la exigencia metodológica de no creer que todas las culturas o civilizaciones tengan los mismos criterios de valoración de lo que es “riqueza” y “pobreza”. De hecho, en los Andes no existía “una noción equivalente a la acumulación o al atesoramiento; la primera sólo podía tener sentido en términos de grupo, administrada por las autoridades étnicas, o en términos de redistribución incaica”[162]. La riqueza se valoraba como la amplitud de las redes parentales para desarrollar además de la economía de la reciprocidad, también para pagar el correspondiente impuesto inca, y la pobreza era justo lo contrario, la ausencia de esa amplia red parental que aseguraba la existencia cotidiana. Tales redes estaban además integradas en el extenso y denso entramado social y administrativo que aseguraba un mínimo suficiente para la existencia, siempre definido socialmente. Esta realidad explica, primero y como veremos, que la resistencia inca se prolongase durante mucho tiempo en forma incluso de rebeliones periódicas generales o locales en defensa de un sistema social menos injusto que el impuesto por los invasores; segundo, que fueran las contradicciones sociales y etno-nacionales crecientes antes vista, las que explican que surgieran sectores que apoyasen a los españoles; y, tercero, que después esa resistencia pasara a ser “invisible” amparada en un sincretismo religioso fuertemente influenciado por las correspondientes culturas regionales.

Pero tampoco podemos caer en la visión romántica e idílica opuesta, ya que en estas condiciones de crisis en ascenso, el Inca reforzó la táctica clásica de proteger zonas de especial valor estratégico tanto por su fertilidad como por ser puertas naturales de entrada de ataques exteriores, como los valles de Mizque y Cochabamba, y era en estas zonas en donde más se expulsaba a los pueblos inseguros e infieles repoblándolas con otros fieles[163]. El ejército inca se caracterizaba, entre otras cosas, por la férrea disciplina que se inculcaba a sus soldados desde que eran niños, llegándose a ejecutar a quienes no dominaban su miedo, como el caso de la ejecución de todo un escuadrón que no pudo sobreponerse delante del emperador Atahualpa al ver el primer caballo de guerra con jinete en su vida[164]. Pero la fuerza militar inca era sólo una parte tanto de su centralidad económica, con sus sofisticados métodos de contabilidad y de tributo, sistemas de riego, transporte, almacenamiento, reparto del excedente, etc., como de su centralidad patriarco-incaica, es decir, del papel del Inca como macho propietario de la casa de las “aclla”, las mujeres más bellas de cada pueblo sometido, recluidas bajo el control del Inca para ser educadas esmeradamente y luego entregadas como premio y ayuda a los administradores del Imperio, como sistema de pacto, control y regulación de las relaciones de dependencia de pueblos ocupados, o simplemente como objetos sexuales del propio Inca[165]. Además de esto, el Imperio se cohesionaba mediante el “nacionalismo” consistente en dividir al mundo en cuatro partes y declarar que el centro de ese mundo era Cuzco, la capital imperial[166]. Este ideario “nacionalista” se reforzaba además, y por no extendernos, mediante una muy simple pero efectiva ley que prohibía tres comportamientos precisos: robar, mentir, ser perezoso[167].

Las opresiones, vejaciones e injusticias, explican que al hundirse el Imperio que les oprimía algunos de los pueblos invocaron ante los conquistadores “unos derechos vinculados a su larguísimo asentamiento en los territorios que venían ocupando desde centurias atrás”[168]. Pero para su desgracia, los españoles no perdieron un instante en organizar la explotación y el saqueo tras la victoria militar. El avasallamiento era tan aplastante y tan destructores sus efectos que en 1536 se produjo una formidable sublevación inca dirigida por sectores de la dinastía, pero fracasó a la larga no sólo por la llegada de dos ejércitos españoles sino, primero, por la debilidad productiva inca, como veremos, y, segundo, por la formación de un bando proespañol de sectores de la anterior dinastía que apoyó decididamente al invasor; también se reabrieron las heridas de la guerra civil anterior a la invasión, impidiendo la unión inca; además, varios pueblos maltratados por los incas, como los cañaris, huancas, chachapoyas y otros se posicionaron a favor de los invasores, aunque en menor cuantía que la afirmada por los conquistadores.

La sublevación inca fue impresionante, así como los esfuerzos de su ejército por aprender a usar las armas de fuego e intentar montar caballos robados a los españoles. En las zonas aptas para ello, desarrollaron una guerra de guerrillas que desbordó al invasor. Sin embargo, estos sorprendentes logros de rápida modernización, chocaron con las profundas raíces culturales incas y con las insalvables limitaciones agrarias de su economía. Por ejemplo, una de las razones del fracaso del cerco inca de Cuzco fue que los sitiados españoles y sus aliados, podían abastecerse suficientemente una noche al mes, cuando los incas levantaban el cerco para cumplir con sus ritos religiosos de sacrificios la noche de luna llena. Pero, a nuestro entender y como ya hemos dicho antes, la causa básica de la derrota inca fue la limitada base productiva agraria, pues los incas levantaron el sitio de Cuzco para poder recoger las cosechas repartidas por las extensas y distantes áreas del Imperio[169]. Pese al asesinato de Manco Inca, líder de la rebelión, en 1545 a manos de españoles que le habían engañado, la resistencia se mantuvo mal que bien hasta 1558 y aún después en zonas remotas. Los invasores recurrieron a todos los métodos para acabar con la rebelión, incluido el permiso papal para la boda católica de Sairi Tupac, uno de los hijos de Manco Inca, con su propia hermana, cumpliendo así con el requisito del incesto inca andino[170].

El que la Iglesia católica invasora no dudara en negar radicalmente su propio dogma justificando y bendiciendo un matrimonio incestuoso, sólo indica cuanta desesperación dominaba en los españoles por la resistencia inca, así como la disposición del Vaticano a supeditar sus dogmas religiosos a los inmensos beneficios económicos que obtendría tras cristianizar a los invadidos. Pero éstos se resistieron por todos los medios tras su derrota militar, sobre todo los de defender su creencias religiosas precolombinas. L. Millones explica lo poco que tardó la Iglesia católica en tomar conciencia de lo peligroso que resultaba la pervivencia de la religión andina, de modo que, tras reprimir sus ritos externos y más oficiales, arremetió contra la decisiva religiosidad popular pero: “La extirpación de este culto en sus niveles populares fue mucho más difícil. La persecución refinó también las técnicas clandestinas de los perseguidos, tanto más si el volumen y dispersión de la población aborigen hacía que su forzada cristianización fuera un proceso de avances y retrocesos intermitentes. Pero, además, las comunidades indígenas defendieron a sus mallquis porque la naturaleza de su participación en la vida cotidiana hacían que fuerzan percibidos como la referencia ideológica en que se articulaban todas las acciones comunitarias”[171].

10.- LAS ALIANZAS ENTRE INDIOS Y ESCLAVOS:

Especial atención queremos prestar a la sublevación de los esclavos en Venezuela entre finales de 1552 y la primera mitad de 1553, denominada como la sublevación del ”negro Miguel” porque puede ser definida como la primera revolución venezolana con efectos subterráneos aún presentes en la identidad colectiva de este país. La sobreexplotación de los esclavos llegó a un nivel insoportable a mediados del siglo XVI, como también había llegado a ese nivel la situación de las poblaciones indias, por lo que para finales de 1552 se realizó una alianza entre los esclavos y los indios jiraharas que, tras sublevarse y liberar amplios territorios, decretaron el fin de la esclavitud y la independencia práctica de los sublevados. Estas medidas sociales eran, en aquella época, realmente revolucionarias porque destruían las bases materiales del poder español. Además, respetaron la vida de los pequeños campesinos, comerciantes y mercaderes que les servían de abastecedores de productos imprescindibles. La respuesta española fue salvaje y aunque aplastó a los revolucionarios, no logró borrar las enseñanzas obtenidas por los sublevados de modo que, durantes las frecuentes revueltas posteriores en los siglos XVII y XVIII, los sublevados siguieron aplicando las mismas medidas[172]. Además de esto, la revolución del “negro Miguel” sirvió para dar cuerpo definitivo al Culto a la Reina María Lionza, producto del sincretismo religioso entre los invasores católicos y las religiones indias y africanas[173]. Todavía hoy, este Culto sigue activo entre las masas oprimidas venezolanas formando uno de los componentes no burgueses de la identidad colectiva de este pueblo.

Desarraigados y trasladados por la fuerza bruta a otro continente, los negros no tenían más recurso identitario que sus recuerdos, y se aferraban a ellos para organizar sublevaciones colectivas, sobre todo los que habían sido creados en sociedades comunales, y a escaparse individualmente los que ya se habían formado en América[174]. Estas resistencias son muy meritorias ya que debían realizarse tras haber superado las medidas impuestas por los traficantes europeos para romper la identidad étnica de los esclavos, separados entren sí nada más ser apresados, juntados individualmente con otros de diferente etnia, cultura y lengua para impedir toda solidaridad, y una vez en América también se les separaba de los siervos blancos y de los indígenas, azuzándose el racismo de éstos contra los esclavos negros[175].

Allí donde pudieron conservar mal que bien sus referentes colectivos y, por ello, resistir colectivamente al margen de sus respectivas diferencias étnicas, los esclavos africanos bien pronto desarrolló instituciones de autodefensa pacífica y festiva, no violenta, que se movían en el espacio incierto e inseguro del consentimiento blanco, siempre precavido y vigilante. Los amos blancos no tuvieron más remedio que dar forma legal a esas autoorganizaciones para intentar desintegrar las resistencias pasivas y someter a los esclavos a las nuevas ordenanzas. Eran los Cabildos o Cofradías, datadas oficialmente a comienzos de 1568 en Cuba. Pero la habilidad de los esclavos bien pronto superó esta trampa blanca mediante lo que Diana V. Picotti ha definido como “confraternización horizontal y subterránea” que fue superando las diferencias étnicas, culturales y religiosas que traían los diferentes grupos de esclavos por su diverso origen africano, y crearon un sincretismo religioso y cultural[176], una nueva identidad de los esclavos fuera de los controles y vigilancias de los amos. Por estas y otras razones, la Corona española decidió a finales del siglo XVII crear un sello oficial –marca de carimbo–, que se gravaba a fuego en la frente o espalda del esclavo a partir de los seis años de edad. Es cierto que el marcaje con hierro candente se hacía desde el inicio mismo de la trata de esclavos, pero desde la fecha citada Corona española oficializó esa brutalidad inhumana que no pudo contener ni las trampas de los esclavistas ni las resistencias de los esclavos[177].

Semejantes logros de (re)construcción de una identidad colectiva oprimida imprescindible no sólo para sobrevivir en las peores condiciones de inhumana sobreexplotación, sino sobre todo para pasar al ataque ofensivo, para sublevarse y, en especial, para construir un poder propio que resistiera siquiera durante algún tiempo a las contraofensivas atroces de los esclavista. En cuanto al norte de América, los colonos ingleses y franceses en un principio empezaron a esclavizar a los nativos indios, y a comienzos del siglo XVIII habían logrado enfrentar tribus entre sí, que se combatían mutuamente para vender luego los prisioneros como esclavos a los occidentales. En 1704, por ejemplo, unos 10.000 indios de diversos pueblos –shawnes, westos, crics, cheroquíes, catawbas, congares, etc.,- fueron vendidos como esclavos, y el momento de auge del tráfico de esclavos indios llegó con la guerra Llamase de 1715-1717, pero decayó desde entonces por varias razones, siendo la principal que la cercanía entre esclavos indios e indios libres “alentaba rebeliones y con frecuencia escapadas” de los primeros. La introducción de esclavos negros evitaba estos problemas, al menos al principio, porque para 1730 ya se había generalizado la huida de esclavos negros a las tierras de nadie o de los pueblos indios. Una de las soluciones que encontraron los colonos occidentales para evitarlo, además de las patrullas de caza, fue pagar un rifle y una mecha a los cheroquees por cada esclavo negro apresado devuelto a los blancos[178]. Pero en otros sitios del norte de América todavía se siguió esclavizando masivamente a los indios, como fue el caso de los miles de natchez muertos o esclavizados por los franceses de Luisiana con el apoyo de los choctaws tras la guerra de 1729, después de que los natchez atacaran a colonos intrusos en sus tierras[179].

También en este contexto hay que tener en cuenta las tensiones de todo tipo surgidas por las formas de esclavismo, por los intereses de determinadas fracciones burguesas en acabar con el esclavismo, y sus consecuencias sociopolíticas en las luchas de liberación. Sin entrar a rebatir la propaganda burguesa occidentalista según la cual fue el “humanismo cristiano” el responsable de su ilegalización, ocultando o menospreciando las razones económicas y expansionistas de Gran Bretaña, los Estados Unidos, etc., sí hay que dar la razón a quienes afirman que “otros veían en las rebeliones la mejor razón para librarse de la esclavitud. Con la expansión de esta última en el mundo atlántico después de 1750, crecieron el número y la magnitud de las sublevaciones de esclavos. La revolución de Haití, la mayor con diferencia, fue la única que triunfó. Pero la frecuencia de las rebeliones elevó, por más que éstas fuesen sofocadas, los costes de la esclavitud para los plantadores y disminuyó sus beneficios y su seguridad. Las comunidades de esclavos fugitivos (cimarrones) amenazaban algunos latifundios”[180].

Por su parte, los poderes norteamericanos, acuciados por estos peligros reales de contagio expansivo, reaccionaban con una política represora externa e interna. Los Estados de Georgia y Tennessee veía con creciente preocupación cómo tanto los indios que retrocedían frente a sus ataques como los esclavos negros huidos y perseguidos por los esclavistas, se refugiaban en tierras de la Florida, oficialmente españolas pero sin control efectivo por esta potencia. Desde ellas, los indios se reorganizaban para mantener su resistencia y los negros ocuparon incluso un antiguo fuerte británico que pasó a denominarse “Fuerte Negro”. El ataque norteamericano se hizo por mar y tierra entre 1812 y 1816[181]. Este ataque no acabó con las resistencias por, casi de inmediato, los esclavistas de otros Estados norteamericanos pasaron a la ofensiva ya que, “entre 1819 y 1822, las revueltas de esclavos en los Estados Unidos se caracterizaron por su cuantía y extensión. La insurrección más importante tuvo lugar en Carolina del Sur, dirigida por Denmark Vesey”[182]. Preocupación idéntica dominaba en las burguesías criollas que se opusieron al proyecto de Bolívar de decretar la libertad de los esclavos porque reduciría inmediatamente sus beneficios y pondría en peligro su poder de clase, como veremos más adelante.

Sobre todo e independientemente de sus formas de lucha de los esclavos, violencia insurreccional, guerrilla local, resistencia no violenta, etc., además de estas formas, lo importante era que la resistencia pasiva o latente era manifiesta: “tras un nombre cristiano los esclavos ocultaban el propio; tras la máscara de los santos cristianos escondían sus deidades; tras la mansedumbre aparente aguardaban el momento de escapar al monte, a palenques y cuevas, de cimarronear y ofrecer la más enconada resistencia en múltiples formas”[183]. Muchas veces, las formas de resistencia era deliberadamente legales pero ocultado otros objetivos: “Mujeres de color libres y esclavos de origen francés formaron sociedades de ayuda mutua para procurar la libertad de los más oprimidos, en ellas se danzaba y cantaba. El gobierno de Santiago de Cuba intentó suprimirlas en 1817, temeroso de su trascendencia en el terreno de lo político”[184]. La práctica del canto y de la danza era tan vieja y tan peligrosa para las normas católicas que bien pronto la intentaron controlar o prohibir los poderes coloniales Incluso en una fecha tan tardía ya como la de 1681 la Iglesia volvió a prohibirlas, y endureció la represión excluyendo a negros, mulatos y mestizos de las órdenes religiosas por indecentes[185].

Las resistencias de los esclavos no fueron, como hemos visto, aisladas y esporádicas. Aunque hubo períodos de relativa calma, es innegable la existencia de un largo proceso de aprendizaje, mejora y coordinación tanto en las luchas como en sus objetivos. Cuando lograban asentarse en un palenque u otro territorio liberado, los esclavos se autoorganizaban muy efectivamente. En 1748 los esclavistas de la Guayana francesa apresaron un joven esclavo escapado que vivía en el palenque de Montagne Plomo. A cambio de seguir con vida el joven esclavo contó cómo era el palenque: tenía treinta cabañas y sesenta y dos personas, cultivaban la tierra muy efectivamente y cazaban con armas de fuego, arcos y trampas, pescaban con sistemas indios, hilaban y tejían, fabricaban sal y bebidas fermentadas, y lo decisivo: “Los resultados del trabajo agrícola y recolector eran distribuidos igualitariamente entre todas las familias”. También se sabe que en el siglo XVII el gran palenque brasileño de Palmarés, trabajaban el hierro y tenían una producción agrícola y artesanal bastante desarrollada[186]. Comparando esta forma libre e igualitaria de vida en los palenques con la opresión esclavista, se comprende de inmediato la desesperada resistencia de los esclavos en defensa de su calidad de vida.

Gloria García ha realizado un brillante estudio de la larga historia de resistencia de los esclavos negros en Cuba entre 1790 y 1845, año en el que se habían acumulado significativas fuerzas emancipadoras[187]. Por su parte, G. La Rosa ha estudiado los complejos y efectivos sistemas de lucha y resistencia, de una verdadera guerra de guerrillas de los esclavos organizados en palenques, en grupos relativamente reducidos de entre 20 y 50 hombres, casi nunca más, sistema ante el que fracasaban reiteradamente las operaciones represivas llevadas a cabo por fuerzas especialmente preparadas. Alrededor de 1875 estas fuerzas especiales sólo pudieron certificar como destruidos el 17% del total de palenques entonces descubiertos y señalados, lo que indica que, primero, la resistencia de los palenques fue lo suficientemente fuerte y eficaz como para vencer en el 83% de los enfrentamientos; y que, segundo, existían otros palenques no localizados[188].

Además, los esclavos libres eran muy conscientes del papel colaboracionista de otros esclavos, no de todos, que no se atrevían a escaparse prefiriendo vivir en la opresión, y sobre todo del papel de algunos libertos que incluso participaban en las ofensivas militares contra los palenques a cambio de un sueldo[189]. Cuando los esclavos libres atacaban las haciendas no dudaban en provocar a los “esclavos obedientes”[190], pero también tenían relaciones secretas con estos esclavos y con los libertos, para organizar sublevaciones y aumentar el número de los liberados, si bien muchas de éstas eran descubiertas con antelación por los amos gracias a alguna delación, como fue el caso del intento de agosto de 1837 la hacienda Ojo de Agua del partido de Tiguabos[191]. Es decir, dentro de la lucha de liberación de los esclavos existía una especie de “guerra civil” entre ellos mismos, entre los libres y los colaboracionistas.

No hay duda de que la decisión británica en acabar con la esclavitud en un período que empezó en 1834 y acabó en 1838 no respondía a las virtudes humanistas de la ética y de la moral burguesas, y menos aún en su versión católica, sino a la síntesis de las transformaciones económicas y tecnológicas con las permanentes resistencias de las masas esclavas, que minaban y reducían los beneficios de los amos. El capitalismo británico podía permitirse ese lujo, pero no otros, menos desarrollados, que prolongaron esta ignominia más tiempo. De cualquier modo, la emancipación formal de la esclavitud no supuso la automática desaparición de la explotación asalariada, sino el paso a una forma más sofisticada de explotación abierta y de encubierta esclavización. De hecho esta fue la primera lección que aprendieron los ex esclavos en el primer lugar del mundo en donde fueron emancipados, en el Caribe anglófono, como ha demostrado L. Nurse, ya que “las condiciones permanecieron casi inalterables después de la emancipación. Mientras se hicieron algunas concesiones mínimas a algunos sectores de la población local, las condiciones materiales de existencia del pueblo caribeño eran desastrosas”[192].

En otros lugares la esclavitud se mantuvo más tiempo y con ella sus luchas sociales. En Brasil, por ejemplo, las resistencias de los esclavos se mantuvieron muy activas entre 1807 y 1835, y en Venezuela participaron en las revueltas sociales entre 1844 y 1847, junto con libertos y campesinos. Su creciente intervención hizo que el bando liberal, que los integraba en sus grupos armados, empezara a inquietarse porque las reclamaciones de tierras afectaban directamente a sus propiedades: “cundió el temor a la sublevación y se empezaron a imponer restricciones a las actividades de los esclavos”. Aunque la esclavitud fue abolida en Venezuela en 1854, las condiciones de subsistencia no mejoraron en absoluto; peor aún, muchos empezaron a temer que podrían volver a ser esclavizados, lo que azuzó las rebeliones contra los terratenientes[193].

11.- LAS LUCHAS EN EL SUR

Cuando los invasores hispanos continuaron hacia el sur y sureste, se enfrentaron a otras naciones que también defendieron obstinadamente su tierra, especialmente los araucanos o mapuches, en su resistencia a todo invasor. Los mapuches tenían una sólida autoconciencia asentada en una identidad propia que se expresaba en todas sus facetas de la vida, también en la forma de hacer la guerra, como lo sufrieron los invasores incas, que al llegar con sus ejércitos.

Bajando hacia Chile desde Perú, la invasión española chocó con tres pueblos nómadas, los picaches que poblaban el Norte de Chile, los puelches en el centro y en el Sur los huiliches. Ninguno de ellos conocía la escritura, dato importante porque sirve para valorar correctamente el mérito de los araucanos o mapuches, “pueblo de la tierra”, como se definían así mismos, integrados en los puelches, en su larga resistencia que se remonta a sus victorias defensivas sobre el Inca, que no pudo dominarlos una vez que sus ejércitos llegaron al río Maule, que no pudieron cruzar nunca definitivamente ya que: “El sistema de guerra de guerrillas junto a unos factores climatológicos adversos, ayudó a los indígenas a oponer una férrea resistencia. A ello se sumó también el sistema de organización en la guerra. Las tribus no mostraban cabezas visibles a las que controlar como jefes máximos. Cuando había una guerra se nombraba un toqui, responsable de la dirección del ejército. Si éste moría o era capturado se elegía a un nuevo jefe, elección que realizaban los loncos o caciques”[194]. Aunque más adelante algunos de ellos son recordados por sus innegables méritos de modo que, un pueblo de cultura oral dispuso de brillantes jefes militares entre los que destacó Lautaro, que dirigió la batalla en el río Biobío en 1553 contra los españoles y algunos indios aliados, derrotándolos y apresando a Pedro de Valdivia, gobernador de Chile.

La reacción española se basó en un reforzamiento de su ejército, lo que les permitió sucesivas victorias tácticas que sin embargo no derrotaron estratégicamente al pueblo araucano que aprendió a hacer la guerra prolongada que le convenía. Solo cuando se multiplicó la población blanca y, en especial, cuando ésta dispuso de “las armas de ánima rayada, los navíos de casco metálico y grandes carros de llanta de acero”, solo entonces los araucanos empezaron a perder su celosa independencia[195]. La lucha araucana sobrevivió en la memoria de los pueblos de tal modo que, más adelante y como veremos, los independentistas de comienzos del siglo XIX crearon la Logia Lautaro, organización clandestina a la que pertenecía Bolívar. Pero lo más significativo es que este recuerdo orgulloso hacía referencia a un pueblo caníbal, que además de comerse al Gobernador de Chile, hicieron de su cráneo un recipiente para beber chicha, preciado trofeo que los araucanos mostraban en sus fiestas. Antes de matarlo y comérselo a trozos pero manteniéndolo vivo durante tres días: “le echaron tierra mezclada con polvo de oro en la boca y lo baquetearon como a un arcabuz, para que se hartara de aquello que con tanta inmisericordia buscaban los llegados desde allende los mares”[196].

La resistencia del pueblo Mapuche azuzaba en los invasores una especial inquina machista precisamente debido al importante papel de las mujeres mapuches, por lo que hay que hacer especial mención aquí a la importancia material y simbólica que adquirió el rapto de mujeres en estas guerras, práctica introducida por los hispanos prácticamente desde su primera invasión en 1492 en el Caribe. No podemos olvidar en esta cuestión las importantes disputas político-religiosas y racistas que estallaron dentro de los occidentales por los cruces sexuales con indias. Ya en 1512 el rey español ordenó a la Casa de Contrataciones de Sevilla el envío de esclavas blancas para acabar con los casamientos de españoles con indias[197].

Naturalmente, la Iglesia española daba mucha más importancia a proceso de asegurar que la propiedad privada de las inmensas cantidades de riquezas expoliadas a los pueblos indios, empezando por las tierras, siguieran en manos españolas y católicas, que a los supuestos derechos que algunas mujeres indias podían obtener mediante el casamiento con algunos españoles. Más aún, como ha investigado y narrado tan brillantemente R. Pasos[198], éstos abandonaron todo remordimiento teológico recurriendo a la prostitución de indias en burdeles para la creación de masas mestizas desarraigadas y desnacionalizadas. Teniendo en cuenta todo esto, no debe sorprendernos que los pueblos indios respondieran raptando mujeres blancas[199]. Más tarde, cuando la invasión española llegó al Río de la Plata y al Paraguay “la esclavitud pesó con gran fuerza sobre las indias”[200] por obvias razones sexuales.

Ya en la Patagonia, grupos tribales menos desarrollados como, entre otros, los Alakaluf, Yámana, Haush y Selk’nam-Ona, también se caracterizaban por una identidades fuertes que les diferenciaba entre sí, pero con unas relaciones económicas comunitarias que les atraían mutuamente. Pero los conflictos no terminaban en guerras ofensivas, sino que se prolongaban en querellas defensivas porque la enorme extensión de terreno disponible aseguraba las suficientes condiciones de producción, hasta que llegaron los occidentales[201]. Pero sus resistencias no fueron inútiles, como tampoco lo fue la última lucha de los incas. Conforme se multiplicaban el saqueo y la explotación españolas en la amplia zona del sureste de América, muchos pueblos indígenas se sublevaron prácticamente desde que aparecieron. Este fue el caso de muchos territorios del sur ya que desde 1537 “los primeros colonos españoles, huyendo de los ataques de los indios en Argentina, se asentaron en lo que es hoy la ciudad capital de Asunción”[202]. Los ataques pasaron a sublevaciones siendo las de 1560 y 1593 dos de las más importantes[203].

En realidad, en esta época, la ocupación española era contestada desde el norte hasta el sur de sus nuevos dominios. Los pueblos aborígenes se cercioraron bien pronto de las dificultades por la que pasaba el invasor debido a los problemas que tenía en el mismo interior de su Estado, en Europa, por la resistencia de otro pueblo oprimido, el musulmán, en la mitad del siglo XVI. Los pueblos indios no conocían las causas de dicha debilidad pero la aprovecharon desde el norte de México con una nueva sublevación de los chichimecas, hasta el sur de Chile con las resistencias araucanas, pasando por la lucha inca en la peruana zona de Vilcabamba. En 1566 Felipe II tomó medidas estratégicas y de largo alcance para derrotar a las naciones indias y en 1570 en México, tras crear una línea de fortines, llevaron la guerra “a sangre y fuego” contra los chichimecas; en Perú en 1572 atacaron en Vilcabamba a los incas sublevados, reprimiendo con especial saña la religión inca por “idolatría” hasta que pacificaron la zona en 1575; y en Chile prestaron apoyo material y económico a los pobladores blancos para la ofensiva contraofensiva contra los araucanos en 1573[204].

Si nos fijamos, tres cosas destacan de inmediato en la contraofensiva española. Una, el papel crucial del Estado como centralizador estratégico de la potencia ocupante, algo vital de lo que carecían los ocupados. Otra, el rearme de los pobladores para que ellos mismos participaran en la guerra contra los araucanos, lo que indica que en estos casos de invasión, los pobladores son a la vez fuerzas militares de ocupación; y última, el especial interés en acabar con las señas identitarias que se expresaban mediante la religión inca. Los invasores conocían bien el papel de la religión en las sublevaciones como fue el caso, entre muchos, de los indios guales de la Costa de Georgia, muy en el norte, que se sublevaron en 1597 contra la misión franciscana porque se les había prohibido la poliginia, que cada mujer pudiera casarse con varios hombres, y se les obligaba a pedir permiso a los frailes para salir de la misión. Los indios mataron a cerca de una docena de franciscanos y hermanos legos, pero la reacción española fue devastadora, destruyendo sus aldeas y sometiendo a los supervivientes a la dependencia[205].

La ferocidad implacable en la represión material y religiosa, y en el saqueo sistemático, fueron las causas para que desde el norte al sur una y otra vez resurgieran las luchas de resistencia. Incluso pueblos indígenas como los huarpes, ya en el sur, que habían recibido muy bien a los españoles mandados por Pedro del Castillo, y que padecieron tan mansamente sus casi inmediatos atropellos y vejaciones que los españoles decían de ellos que eran “mui quitados de cosas de guerra”, se sublevaron en 1632 en alianza con otras tribus; lo volvieron a hacer en 1661 en alianza con puelches, pehuenches y mapuches, y también en 1667 cuando cercaron la importante ciudad de Mendoza que tuvo que fortificarse y se salvó a costa de grandes bajas entre los defensores; y volvieron a la guerra en 1712 en unión con los pehuenches, saqueando y destruyendo la ciudad de San Luís: “el poco brío se había transformado en ferocidad”[206]

Una característica básica de muchas estas luchas, como la de otras sublevaciones campesinas en todo el mundo, era que se organizaban alrededor de un líder carismático, una figura mítica del pasado que volvía la presente, que se reencarnaba en un nuevo guía emancipador. Muchos pueblos indígenas del este de los Andes habían oído hablar del Inca, de su imperio y de sus resistencias a los españoles. Pera estos pueblos la aparición de un supuesto Huapa Inca fue tanto una señal del cielo como una posibilidad casi definitiva de victoria, aunque ese supuesto Inca fuera en realidad un emigrante andaluz apellidado Bohórquez. Lo cierto es que para estos pueblos el origen natural del personaje contaba menos que su fuerza de arrastre y movilización, teniendo en cuenta los sistemas de dominio y explotación españoles, capaces de aplicar las más simbólicas formas de humillación como cortar el pelo a los caciques orgullosos mientras, en la misma ceremonia, se empleaba la lengua propia del pueblo sojuzgado en el sermón de la misa, sobre todo siendo un pueblo tenazmente pagano como el calchaquí[207], al menos en su mayoría, porque otros pocos calchaquíes, como los chicoanas, habían sido cristianizados, y fueron estos los que colaboraron con los españoles haciendo de guías y conduciéndolos a los reductos de sus compatriotas paganos e independentistas. Pero, como Roma, los españoles no pagaban a los traidores y los chocoanas terminaron esclavizados[208].

Como explica P. O‘Donnell, muy probablemente los caciques indígenas sabían que Bohórquez no era Huapa Inca, pero sí esperaban que les enseñase la forma española de luchar garantizándoles así la victoria. Para 1657 los pueblos originarios estaban movilizados masivamente alrededor del personaje andaluz y de sus propios caciques tras superar las maniobras escisionistas españolas y las presiones de los jesuitas, de los que volveremos a hablar dentro de poco. Es verdad que los calchaquíes descubrieron al andaluz cuando éste no mostró ningún valor en la guerra y abandonó a los muertos “actitud imperdonable entre los indios”[209], pero fue salvado por su compañera araucana y terminó traicionando a los indígenas e intentando pactar con los españoles, quienes lo ahorcando a comienzos de 1667. Meses antes de que acabara la sublevación: “los más tenaces guerreros serán los “quilmes”, quienes en castigo sufrirán la aniquilación de todos los varones en condiciones de guerrear y también el desarraigo de los sobrevivientes, forzados a una caminata letal en la que mueren tres cuartas partes de las mujeres, niños y ancianos, hasta llegar a la localidad que hoy lleva su nombre en la provincia de Buenos Aires, donde serán sometidos a una vida de sufrimientos y explotación”[210].

Sin extendernos en otras resistencias desesperadas que estallaron posteriormente, y subiendo de del Sur de América hacia el centro de este continente; en los “palenques” ocupados por esclavos negros, indios y mestizos huidos que sobrevivían mal que bien fuera de la dominación europea, manteniendo una independencia práctica defendida con las armas; y, menos aún, sin sintetizar por ahora las guerras indias en América del Norte, con estos límites, sí hay que insistir en que tras las sucesivas derrotas y masacres, tras la acción alienadora de la Iglesia católica y del colaboracionismo de caciques, jefes y notables indígenas con el ocupante, tras todo esto, sin embargo, las resistencias indias pasaron a expresarse desde el siglo XVII de tres formas estrechamente relacionadas, sin abandonar el recurso de la violencia defensiva. Una, mediante la “vida paralela” que permitía a los indios burlar los controles españoles; otra, mediante la “etnogénesis”, que consistía en la aparición de nuevas etnias y culturas indias formadas mediante la fusión de anteriores colectivos destruidos por los occidentales[211], y, por último, aunque también puede ser el primero, mediante de forma religioso-cultural, fabricando un sincretismo en el que la identidad india se adapta a las nuevas condiciones pero sin renegar de su pasado[212], y sin renunciar a formas pasivas pero relativamente efectivas de rechazo y resistencia, formas comunes y características de otros muchos pueblos precapitalistas como ha demostrado J. S. Scott[213].

Pero también hubo sublevaciones activas muy duras, sangrientas incluso, contra el terror y la represión ejercida por la Iglesia. El 10 de agosto de 1680 se sublevaron los indios Pueblo, ejecutaron a 21 de los 34 misioneros existentes en la zona, quemaron las iglesias y los registros de propiedad de los blancos. Pese a las divisiones internas existentes entre los indios, y pese a los altibajos en las resistencias, todavía estalló otra sublevación en 1696. Como dice H. Kamen refiriéndose a los indios pueblo: “La revuelta de los pueblo es sólo un ejemplo del permanente descontento de las culturas indígenas en la órbita de la autoridad española”[214]. La sublevación contra los misioneros y la ejecución de más de la mitad de ellos expresa, además de la resistencia religiosa a la que nos hemos referido, también la resistencia al impresionante expolio material, directamente económico, que ejercía la Iglesia española. Poco más adelante veremos el papel de la Compañía de Jesús, pero ahora nos interesa seguir con el ejemplo de la sublevación de los Pueblo porque en este caso no se desarrolló el sofisticado maquiavelismo jesuítico, sino la directa esquilmación cristiana. Para comprenderlo mejor basta saber que: “En 1700 los ingresos que provenían de la riqueza de la Iglesia católica en el Nuevo Mundo mantenían a la institución católica en España. Portugal e Italia”[215].

Descontento permanente de las naciones indias tanto más significativo cuando nos percatamos de la efectividad de los sistemas de control social, alienación y represión aplicados por la autoridad española. Según E. R. Wolf, este sistema integraba varios subsistemas pero, sobre todo, “a la alta nobleza india se le asimiló formalmente dentro de la nobleza española y se le confirmaron sus pretensiones a tributos, propiedades y pensiones, pero se le privó de todo al mando y al poder. Su conversión al cristianismo aseguró su rompimiento con las fuentes den influencia ideológica anteriores a la Conquista, y las integró a las actividades en curso en la Iglesia (…) Al igual que los jefes africanos que tres siglos después los ingleses pusieron a mandar sobre las poblaciones africanas en “gobierno indirecto”, esta nobleza acabó mediando entre conquistadores y conquistados”. Además, en la medida en que las exigencias económicas españolas permitían un aumento relativo de las riquezas de los miembros del “gobierno indirecto” mediador entre conquistados y conquistadores: “muchos se inclinaron a bajar el nivel de su celo como defensor del pueblo”. Simultáneamente, esta dinámica se veía reforzada por la expansión de la lengua y cultura extranjera ya que “cuando lo que hablaba era el dinero, hablaba en español, no en náhuatl o quechua”[216].

El investigador L. Ugalde ha prestado especial importancia a la política educativa española como eficaz método de desnacionalización indígena y de imposición de una nueva identidad mediante un proceso educativo que, como mínimo, reunía tres características básicas: se ocultaban sus objetivos últimos, o sea, borrar la identidad propia e imponer la extranjera; se buscaba obtener el apoyo e implicación de los caciques como garantía del proceso, pues los indios desconfiaban inmediatamente de todos los españoles y de sus promesas; y, se recurría a regalos, premios, dinero y otras ganancias inmediatas para mostrar cuantas cosas se podían obtener aceptando la cultura española[217].

Uno de los mejores ejemplos de la relativa efectividad de los sistemas españoles de dominación nos lo ofrece la práctica de la Compañía de San Ignacio de Loyola de integrar a la nación guaraní en la lógica del invasor mediante su conversión religiosa y económica. Efectividad jesuítica a largo plazo porque necesitó del apoyo de algunos caciques y porque terminó triunfando pese a todos los avatares. Los jesuitas llegaron al Río de la Plata en 1585 con la orden de reducir a pueblos indígenas aún rebeldes como, entre otros, guaraníes, guaycurúes, matacos y pampas. Fracasaron en la mayoría de los casos porque eran pueblos nómadas e irreductibles que escapaban de un lugar a otro cuando se veían en inferioridad de condiciones. Antes de la invasión española, grupos de guaraníes atacan incluso al imperio Inca en el altiplano, y algunos lograron incrustarse en un interior resistiendo todos los ataques incas para expulsarlos.

En un principio se llevaron bien con los españoles porque eran enemigos de sus enemigos, pero “las nuevas formas de vida trajeron la dominación, la explotación y el régimen de encomienda” debido a lo cual se sublevaron algunas tribus guaraníes[218]. Pero en 1609 el cacique guaraní Arapisandú pidió ayuda a los jesuitas para cristianizar y reducir a su propio pueblo[219]. Uno de los secretos de la efectividad jesuita fue la integración en el credo católico de partes de la religión guaraní. Bien pronto la efectividad jesuita hizo económicamente muy rentable la planificación del trabajo en las “encomiendas” guaraníes, lo que suscitó la envidia de portugueses y españoles, y de los traficantes de esclavos, quienes entre 1612 y 1638 esclavizaron unos 300.000 indígenas[220].

Ante estas agresiones y con el permiso correspondiente, los jesuitas que habían sido militares en Europa formaron un ejército guaraní con armas de fuego fabricadas en Concepción, incluidos cañones, y derrotaron a los portugueses en la batalla de Mbororé de 1641. Durante los sangrientos ocho días de guerra, los guaraníes estuvieron dirigidos por un compatriota: Nicolás Ñeenquiru[221]. Sin embargo, el enriquecimiento económico de las “encomiendas” se asentaba en una explotación de los indios, desde luego, pero también de los trabajadores mestizos y de origen europeo, los conocidos “chacreros” que se oponían al poder jesuita y empezaban a tener una protoconciencia colectiva específica que, con el tiempo, daría forma al movimiento de los comuneros del Paraguay, y su primera resistencia se produjo ente 1644 y 1650[222]. Probablemente esta lucha fue una de las razones, además de los ataques portugueses, por las que los jesuitas unieron su ejército al de los ocupantes españoles quienes utilizaron el ejército guaraní en el aplastamiento represivo de sucesivas sublevaciones indígenas y “comuneras” en el primer tercio del siglo XVIII[223].

La segunda rebelión de los comuneros paraguayos se inició en 1717 y dio un salto cuando en 1724 vencieron en las orillas del río Tebicuary a un ejército invasor “integrado en gran parte por indios guaraníes de las misiones jesuitas”. Pero los comuneros no pudieron vencer en 1731 a un poderoso ejército español mandado desde Lima, derrota que les costó la captura de sus principales dirigentes, ejecutados posteriormente. A pesar de esto, siguieron luchando y radicalizándose: “Si al comienzo los levantamientos habían sido orientados por los encomenderos y apoyados por el resto de la población, ahora la dirección pasó al común, los representantes de villas y pueblos, pequeños y medianos propietarios rurales, ganaderos, comerciantes y las capas más pobres del campo. Además, la lucha ya no era sólo contra los jesuitas, sino contra el poder del virrey y la propia corona”. Una vez que los más radicales se hicieron cargo de la dirección de la lucha protonacional paraguaya, llegaron a sostener que “el poder del Común es superior al del mismo Rey”. Los comuneros resistieron en su “virtual independencia” hasta 1735 cuando fueron por fin derrotados por los españoles. Las represalias fueron tremendas y los principales dirigentes apresados fueron descuartizados en público[224].

Con la decadencia española durante este primer tercio de siglo, los portugueses, apoyados por los ingleses en el comercio y sobre todo en el de esclavos, lograron determinadas concesiones españolas y entre ellas la liquidación de las “encomiendas” guaraníes. La Compañía de Jesús abandonó a su suerte a los guaraníes quien, desde 1750, algunos guaraníes resistieron militarmente pero, al no contar ya con la guía y protección de los jesuitas, fueron masacrados por el poderoso ejército luso-español[225], enemigos unidos para aplastar a una rebelión que se enfrentaba a ambos poderes extranjeros.

Pacho O’Donnell se ha hecho eco de las críticas a los jesuitas: “lo que los otros “doctrineros” lo hicieron “por las malas”, los jesuitas lo habrían hecho “por las buenas”. Pocos pueblos en América habían amado tanto la libertad como los guaraníes, y pocos, según los acusadores de la orden, debieron soportar hasta tal extremo el avasallamiento de su sistema de valores. Había sido un pueblo guerrero y heroico, pero el hombre modelado por los jesuitas se había vuelto despersonalizado, indolente y hasta cobarde, de vitalidad empobrecida por la imposición de lo ajeno y extraño. Nunca más vibrarían bajo la emoción de sus ritos iniciáticos, con sus hondos misterios y los sonidos de las maracas sagradas. (…) Habiendo sido tratados como “niños” de los que se esperaba que fueran “buenos”, imposible les resultó recuperar su identidad de adultos orgullosos y valientes”.[226] Es en este sentido que, a la larga y en el momento de establecer definitivamente la dominación española sobre un pueblo con fuerte autoconciencia, el método de desintegración y desestructuración de los pilares de la identidad guaraní fue tan efectivo que logró la extinción de su gran mayoría. Sin embargo, no toda la nación guaraní corrió esta suerte, un sector, los denominados “indios monteses”, se negaron desde un principio a ser civilizados por los jesuitas y se trasladaron a zonas selváticas y de fácil defensa: “los monteses se sentían orgullosos de su condición y de haber mantenido la pureza de sus costumbres, creencias y tradiciones”[227].

Lo esencial de este método de exterminio fue también utilizado contra otro pueblo, el que vivía en la denominada Isla de Pascua nombre que no consiguió hacer olvidar el suyo verdadero, el de Rapa Nui: en 1770 dos buques españoles fondearon en la Isla y, entre otros actos simbólicos de dominación, levantaron tres cruces que justo duraron las horas de luz restantes ese día porque a la mañana siguiente vieron que los aborígenes las habían derribado durante la noche. Pese a esto, lograron que varios caciques firmaran el acta de posesión española, firma colaboracionista que no impidió sublevaciones y resistencias posteriores[228].

Como un ejemplo muy ilustrativo de las fuertes contradicciones entre las naciones indias y los criollos, contradicciones que pesarían mucho posteriormente en la voluntad de los criollos para sublevarse contra los españoles, lo tenemos en la suerte de la rebelón de Oruro en 1781 dirigida por los criollos bajo la dirección del propio gobernador don Jacinto Gutiérrez, cuya finalidad era acabar con los impuestos y expulsar a los españoles de la ciudad. Los insurrectos pidieron ayuda a los indios de Conchupata y la obtuvieron, pero tras la victoria los indios se adueñaron de la ciudad “obligando a los criollos a vestirse a la usanza indígena y a mascar coca”. Los criollos pidieron entonces ayuda a los indios de Paria con la intención de libarse de los de Conchupata, y volvieron a quedar bajo la dominación de estos nuevos aliados: “finalmente hicieron frente a una invasión de todas las tribus indígenas cercanas y no tuvieron otra solución que pedir socorro a los mismos españoles, que se la brindaron. Quedó así patente que los intereses de los revolucionarios indígenas y criollos iban por caminos muy diferentes pese a que todos querían la supresión de los impuestos”[229].

Salvando las distancias, la destrucción de la identidad nacional precolombina guaraní y la creación posterior de una fuerza productiva y represiva subsumida en la identidad dominante en la Argentina de entre los siglos XVII-XVIII, este logro tan beneficioso para la clase dominante, es casi idéntico a las destrucciones de pueblos y naciones independientes y a la posterior reestructuración de sus restos en una totalidad nueva integrada en los sistemas de dominación del conquistador, sistema que empleaba la religión cristiana como un instrumento más de opresión dentro de una política general de división, enfrentamiento mutuo y absorción por partes de los pueblos que invadía. Un ejemplo de la efectividad de este método global lo tenemos en las contradicciones dentro de la propia nación mapuche, entre sus diversos grupos tribales, en las guerras civiles argentinas a comienzos del siglo XIX. En la batalla de Las Vizcarechas librada entre federales y confederales a finales de marzo de 1829, una parte del pueblo mapuche, los peñi, lucharon a favor de los federales para detener la expansión argentina en la zona de Puelmapu, que les habían arrebatado nada menos que 70.000 Kms cuadrados anexionados por la provincia de Buenos Aires, en medio de una cruel guerra de exterminio dirigida por el mercenario prusiano Federico Rauch.

Pero, por el lado contrario, otros mapuches tomaron parte a favor del bando opuesto, contradicción que nos exige recurrir a la explicación que nos ofrece Adrián Moyano: “Una simplificación práctica nos permitiría afirmar que con el correr de los años, los rankülche aparecieron como aliados de los unitarios y que chaziches de Kalfükura salieron a cabalgar al lado de los federales. Estos no fueron automáticos pero además, es preciso entender que las alianzas que celebraron las diversas parcialidades poco tuvieron que ver con la adhesión a los principios centralistas o federalistas, sino que se explican por la dinámica interna del pueblo mapuche”[230].

En el norte de este amplio territorio, los aborígenes resistieron en algunas zonas incluso hasta el comienzos del siglo XX, a lo largo de una permanente guerra en la que los blancos, dirigidos por los “conquistadores-empresarios” tenían extremas dificultades no sólo militares sino sobre todo para comprender las causas de la tenaz negativa de los pueblos autóctonos para aceptar la identidad nacional argentina, chilena o boliviana. Especial oposición encontraron en el Chaco, en donde los fusiles, los fortines y la sal adquirieron una importancia decisiva pero insuficiente para aplastar a los indios en poco tiempo[231]. Hay que recordar que en el Chaco los ataques occidentales comenzaron con especial dureza ya en 1700, y que los invasores tuvieron que unificar su terminología militar y religiosa sobre la resistencia india para poder comprenderla algo mejor y poder alienar y desnacionalizar a los pocos grupos indios que aceptaban el cristianismo y el nuevo poder[232].

En un texto brillante, C. Martínez Sarasola ha contabilizado nada menos que cuarenta grandes enfrentamientos militares entre 1821 y 1848 entre los pueblos indios de la pampa y del Chaco con las fuerzas occidentales con un total de 7597 indios muertos[233], que es una cuantía muy alta para una población como aquella, y especial mención hace de la ofensiva de 1833 a cargo de 3.800 soldados que mataron a 3.200 indios, apresaron a 1.200 y liberaron a 1000 cautivos[234]. La resistencia de los pueblos del Chaco no cesó en esta primera mitad del siglo XIX sino que se prolongó bastante más como demuestra J. L. Ubertalli. Según este erudito investigador de las 4.000 familias de autóctonos matacos existentes en 1859 en la zona de Neuquen, sólo sobrevivían 1.000 en 1873.

Pese a semejante carnicería no se debilitó la resistencia indígena produciéndose sucesivas insurrecciones como la de 1863, o la de 1874 que se prolongó hasta 1876, resistencia que se mantuvo en forma de lucha defensiva sistemática e insurrecciones puntuales ante las sucesivas invasiones posteriores, proceso que sería prolijo resumir aquí y que tuvo un momento álgido en la nueva invasión de 1911: “La campaña significó el intento de destrucción de un régimen social y económico, basado en la propiedad comunal de la tierra y la solidaridad, para sustituirlo lisa y llanamente por otro cuyos signos principales eran el salario mal pagado y el despojo total y sistemático de aquélla. A mayor inversión de capital, mayor necesidad de crear “obreros libres” que no podían ejercer la libertad de vivir como quisieran. Todo debía abandonarse para abrazar el “progreso” y la “civilización”. Alguna que otra vez se podría mariscar para sobrevivir durante el tiempo en que no había cochambo, pero eso era complementario. Lo esencial era servir al patrón, al militar y al dios “blanco”, y olvidarse de un pasado “primitivo” y “atrasado”. Era la vara del colonialismo aplicada a ultranza contra un grupo de paisanos unidos en la carne y en el espíritu con una tierra que era madre y hembra a la vez”[235].

J. L. Ubertalli prosigue analizando la tenaz resistencia de los pueblos autóctonos, llega a la crisis desencadenada desde 1922 cuando los intereses de los grandes propietarios de tierras chocaron con los de los aborígenes, y el autor hace una reflexión muy interesante para la tesis básica que estamos exponiendo en este texto: “Los blancos querían extinguirlos, hacerlos carne de cañón y luego abono de una tierra que les había sido quitada. Eso era lo que pensaban los hijos del trueno y el jaguar. Sólo quedaba un camino, y ese camino era el de la lucha. La resignación no cabía en el alma arisca guaycurú, tantas veces probada en las patriadas corajudas contra mil y un enemigos. Había que hacerlo entonces, y había que poder. Dejar de lado las ancestrales diferencias. ¿Qué eran los toba y el mocoví frente ante el colono? Indios nomás. Como indios entonces había que actuar, mancomunadamente, como se había hecho antes junto a chiriguanos, chorotes, chulupíes, matacos. Había que unirse y resistir, ya que el mundo guaycurú volvería a renacer”[236].

Estamos ante un ejemplo clásico de los procesos de fusión de varias tribus y grupos pertenecientes a la misma etnia para resistir a una agresión exterior que puede destruirlos a todos ellos. Bajo esa amenaza mortal los grupos tienden a olvidar sus diferencias y a superar la desunión que tanto ha ayudado al invasor. J. L. Ubertalli también nos explica cómo los blancos han sacado ventajas de esas querellas, cómo incluso han integrado a un grupo de indios haciéndoles policías con atribuciones para reprimir a su propia gente pero no a los blancos, protegidos por una ley propia, y cómo estos indios policías terminaron volviendo donde su gente e intentaron convencer a los indios convertidos en agricultores que volvieran a su tribu[237]. Algo que nos interesa reseñar es el papel de la prensa como instrumento de azuzar el odio de los blancos a los pueblos indios para justificar su represión posterior: “El periodismo brindó su grandilocuencia verbal al afirmar como hechos suposiciones infundadas”[238]. Al fin, estos y otros factores determinaron que los indios fueran masacrados sin piedad, que no pudieran avanzar en la centralización de su defensa y que, como efecto de ello, tampoco pudieran avanzar en una centralización nacional preburguesa. Pese a esta nueva derrota, volvió a haber otra resistencia en 1933.

12.- LAS LUCHAS EN EL NORTE

La llegada e invasión de los europeos en el norte de América fue, en líneas generales, algo más tardía que en el centro y sur, pero igualmente implacable en su desarrollo. Existían grandes diferencias en el nivel evolutivo de los pueblos indios del norte de América. Por ejemplo, aunque los pueblos de la Pradera tenían cargos políticos y religiosos semihereditarios y existían posiciones de autoridad reconocidas e incluso familias de jefes entre muchas tribus de las Llanuras, pese a esto: “los jefes no tenían poderes autocráticos, sino que se basaban en su objetividad, generosidad y capacidad de persuasión para conseguir la obediencia”. Pero en otras zonas, como en el noroeste, existían “sistemas de escala social y desigualdad, esclavitud y auténtica guerra”[239]. En cuanto a las formas societarias de las tribus apaches, por ejemplo, interesa resaltar lo que narra D. Robert en el sentido de que las sublevaciones contra las invasiones blancas se hacían reclutando miembros de las diversas tribus, en el sentido de que se estaban sentando las bases para un acercamiento y fusión supratribal forzada por las exigencias de la resistencia al ataque exterior. Si bien todavía seguía vigente como motivación para la guerra, además de la resistencia al ataque exterior, también la importancia del honor, la necesidad de vengar ultrajes cometidos en y por generaciones anteriores, etc. Teniendo todo esto en cuenta, y a pesar de ellos, los apaches eran capaces de organizar impresionantes expediciones de guerra que desbarataban los planes del ejército yanqui[240].

Mas, por lo general, las bandas indias “defendían celosamente su independencia”, y aunque podían federarse en tribus con un consejo tribal, tenían el derecho de abandonar la tribu sin cumplir lo decidido por el consejo. Hay que decir que los invasores blancos se encontraron ante una “resistencia enormemente tenaz” por parte de los pueblos indios, resistencia que sería una de las razones por la que los blancos recurrieron a la importación de esclavos africanos[241]. C. Wissler ha definido a este sistema organizativo como “Estado social y político fluido e informe”, y concluye: “En ciertas ocasiones, la presión de las bandas hostiles obligaba a las aldeas a unirse para ofrecer al enemigo una resistencia común. Ciertos jefes ambiciosos reunían a varias tribus para construir un frente unificado contra los blancos, pero por lo general se trataba de alianzas temporarias y poco sólidas. Sin embargo, hubo algunas que tuvieron considerable duración; la liga iroquesa, la confederación creek y la república pauni fueron el embrión de lo que podría haberse convertido en una nación india si los blancos hubieran permanecido en Europa”[242].

Mientras se iniciaban estas luchas de resistencia a la invasión europea, en el interior de lo que actualmente son los EEUU se libraban otras guerras internacionales pero ahora entre potencias invasoras enemigas que peleaban por los mismos territorios. Por ejemplo, en 1620 los holandeses, para protegerse de los indios, ingleses y franceses, fundaron Fort Orange que daría vida a la ciudad de Albany en el actual estado de Nueva York. Luego los ingleses ocuparon la ciudad al derrotar a los holandeses, y construyeron un fuerte mejor situado para defender sus negocios no sólo de los indios y de los franceses, sino también de la población holandesa derrotada que, pese a ello, intentó recuperar su independencia venciendo a los ingleses, pero fracasaron[243].

Uno de los pueblos indios que tuvo la desgracia de servir como bisagra entre la invasión española por el sur desarrollada desde la primera mitad del siglo XVII y la invasión yanqui iniciada justo en la mitad del siglo XIX, fue la nación navaja. Cuando aparecieron los españoles, los navajos mantenían una economía mixta de ganadería, agricultura y recolección, y también de saqueo de otros pueblos indios, más débiles. La introducción del caballo aumentó su eficacia militar, lo que les permitió mantener una guerra defensiva de dos siglos: “cuando los españoles atacaban a los navajos, capturaban a las mujeres y a los niños para someterlos a la esclavitud y además alentaban a otros indios a que los apresaran y vendieran en los mercados. Cualquier familia española de cierta importancia poseía esclavos navajos. Naturalmente, los navajos se vengaban haciendo prisioneros a los españoles y a los indios que luchaban contra ellos”[244].

Simultáneamente a estas y otras luchas defensivas de las naciones indias contra los distintos invasores blancos, se producían otros dos fenómenos como son, uno, las luchas entre los propios invasores, como hemos visto en el ejemplo de Albany, y, sobre todo por su trascendencia histórica, el proceso de radicalización paulatina de sectores de invasores blancos de procedencia inglesa ante el endurecimiento de las exigencias recaudadoras y controladoras de la metrópolis, de Gran Bretaña.

Nos haremos una idea muy aproximada al leer un trozo del texto escrito en 1747 por Postlethwayt: “Las colonias no deben olvidar nunca lo que deben a la madre patria por la prosperidad y riqueza de la que disfrutan. La gratitud y el deber les obligan a permanecer bajo su dependencia inmediata y subordinar sus propios intereses a los de ella. El resultado de tal interés y de tal dependencia será procurar a la madre patria: 1) un mayor consumo de los productos de sus tierras; 2) ocupación para el mayor números de sus industriales, artesanos, pescadores y marinos; 3) una mayor cantidad de las mercancías que necesite”[245]. H. Sée, autor del texto del que hemos extraído esta cita, añade que las colonias no podían dedicarse a aquellas manufacturas o cultivos que rivalicen con los de la metrópolis; tampoco consumirán productos ni mercancías extranjeras que puedan comprarse en la metrópolis, teniendo que dedicarse sólo a la agricultura y, para colmo, sólo podrán utilizar marinos ingleses. O sea, unas exigencias que de ser cumplidas a rajatabla asfixiarían en muy poco tiempo el crecimiento autónomo de las colonias norteamericanas. Esta fue una de las razones de la guerra de la independencia, que también fue guerra de clases interna, como veremos.

En 1781, mientras Jefferson justificaba el exterminio de las naciones indias, los cherokee organizaron la “defensa numantina” de sus territorios, que se extendían por lo que ahora es Alabama, Tennessee y Georgia. La guerra fue la larga y muchas las trampas, promesas y aparentes concesiones de los invasores, que siempre terminaban en nuevas agresiones. Para 1838 los muy debilitados cherokee tuvieron que aceptar las imposiciones yanquis y durante la travesía de retirada a las reservas asignadas, murió una cuarta parte de su población[246].

Mucho más al norte, en la parte que ahora de denomina Canadá, los británicos recurrieron a todos los métodos para destruir a las naciones indias que se les resistían. Los micmacs fueron uno de tanto en sufrir en sus carnes “el terrible terror inglés” como lo ha definido B. Alden Cox, que el 1 de octubre de 1794 pusieron un precio de diez guineas sobre la cabeza de cada micmac vivo o muerto[247].

La invasión occidental agudizó las tensiones inter-étnicas entre los pueblos indios, pero también les forzó a avanzar en su conciencia propia para resistir al invasor pero con los límites inherentes al contexto mental correspondiente al espacio-tiempo del modo de producción dominante entre ellos. Ya hemos visto arriba, cómo se relacionaban, mantenían sus relaciones inter-étnicas e intertribales y lo celosos que eran de sus independencias particulares. También hemos visto cómo llegaron al nivel crítico de alianzas defensivas a partir de cual podrían haber dado el paso a la constitución en nación pero, por diversos motivos, no lo dieron, o lo dieron demasiado tarde y fueron exterminados. Sin embargo, Pero en la defensa de sus identidades y de sus territorios, los indios supieron por lo general escoger como aliados en las obligadas conexiones económicas –sobre todo, al principio, el comercio de pieles– y en las no menos inevitables guerras a varias bandas, a aquellos invasores que menos atacaban sus señas de identidad y sus territorios. Compararon a franceses e ingleses y optaron en general por los primeros porque éstos eran más respetuosos con sus tradiciones y culturas y, a la vez, no eran tan codiciosos como los ingleses en lo tocante a la expropiación de las tierras indias, sino que se quedaban con trozos menores de territorio[248].

La lucha de clases interna a los invasores blancos estuvo presente ya desde los siglos XVII y sobre todo XVIII. En 1763 se sublevaron granjeros pobres en Pensilvania exigiendo libertades políticas e igualdad de derechos. Otro tanto sucedió en 1765 en Carolina del Norte, conocida como la sublevación de los “niveladores”. En 1771 se produjo el movimiento revolucionario de los llamados “guardianes del orden”. Estas y otras luchas perseguían: “la disminución de la renta, la condonación de las deudas contraídas con la aristocracia terrateniente y, finalmente, la independencia de las colonias norteamericanas”[249].

Después de la independencia norteamericana se mantuvieron las resistencias indias al avance blanco, algunas de ellas facilitadas por las ayudas española y británica. La más importante de todas ellas fue la alianza de delawares, miamis, wyandots, potawatomis, iroqueses y otros pueblos realizada en los años 1780 con la ayuda británica. Las ofensivas norteamericanas fracasaron una y otras vez, incluso con cuantiosas bajas en determinadas batallas. Pero la cultura india aún no había desarrollado el sentido de la disciplina inherente a la guerra moderna y así, en el ataque norteamericano de agosto de 1794, fueron cogidos por sorpresa porque la inactividad había relajado las normas de seguridad y porque muchos indios habían vuelto a sus territorios. Sin embargo, no fueron derrotados en ese momento sino sólo cuando los británicos dejaron de enviarles armas. Para 1795 la situación era insostenible y la confederación india tuvo que ceder casi todos sus territorios[250]. No sabremos nunca si esta confederación india hubiera podido avanzar hacia una especie de centralización nacional moderna, pero sí llegaron a desarrollar una especie de protoestado capaz de dirigir la guerra, superar las disputas internas y negociar con los británicos hasta que éstos los abandonaron.

Otro intento similar de centralización protoestatal india fue el llevado a cabo por el llamado movimiento de los “Palos Rojos” que agrupaba a los sectores indios que fundaron un “movimiento militar nativistas” y que habían tenido discrepancias con el Consejo Nacional del pueblo creek tendente a mantener relaciones pacíficas con los EEUU. Se trató de una especie de “guerra civil” interna a los pueblos indios ya que una parte optó por luchar con los norteamericanos contra el “movimiento militar nativista”. En marzo de 1814 el ejército yanqui, apoyado por colaboracionistas cherokees y creeks dirigidos por el mestizo Willian McIntosh vencieron a los Palos Rojos que tuvieron que ceder muchos territorios de Alabama; los EEUU dieron lotes de estos terrenos a los jefes indios colaboracionistas, lotes que les fueron retirados posteriormente. En 1825 W. McIntosh firmó en secreto otro tratado con los norteamericanos por lo que fue ejecutado por el jefe Manawa[251].

IÑAKI GIL DE SAN VICENTE

EUSKAL HERRIA (3 de agosto de 2010)
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[172] Jesús María Herrera Sala: “El negro Miguel y la primera revolución venezolana”. Vadell Hermanos Editores. Caracas 2003. Págs.: 141 y ss.

[173] Jesús María Herrera Sala: “El negro Miguel y la primera revolución venezolana”. Ops. Cit. Págs.: 167 y ss.

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[190] Olga Portuondo Zúñiga: “Entre esclavos y libres en Cuba Colonial”. Ops. Cit. Pág.: 170.

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[209] Mario García Aldonate: “…Y resultaron humanos”. Ops. Cit. Pág.: 104.

[210] Pacho O’Donnell: “Los héroes malditos….”. Ops. Cit. Pág.: 40

[211] Henry Kamen: “Imperio”. Ops. Cit. Págs.: 415-420.

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[226] Pacho O’Donnell: “El Rey Blanco…”- Ops.Cit. Pág.: 206.

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[249] M. A. Dynnik et alii: “Historia de la Filosofía”. Grijalbo México 1960. Tomo I. Pág.: 516.

[250] J. Anthony Paredes: “Indios de los Estados Unidos anglosajones”. Mapfre. Madrid 1992. Págs.: 237-238.

[251] J. Anthony Paredes: “Indios de los Estados Unidos anglosajones”. Ops. Cit. Pág.: 251.

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